jueves, 18 de julio de 2013

"Elena y Gregorio no se toman de las manos".

En cierto modo la mayoría de las decisiones ocurren como efecto y defecto de la desesperación, el desorden y, sobre todo, el azar. La voluntad propia es, como supuesta virtud, una de las mentiras más denigrantes que ostentan los poderosos. Los débiles nunca parecen tener voluntad propia: se arrastran, se escuchan sus pasos sobre el suelo, se duelen. 

Elena y Gregorio bajaron a tierra después de treinta y dos días, después de vómitos y frío y mar abierto y ningún paisaje y ninguna palabra, después de dos años de espera, después de tanta hambruna, después de tantos siglos de echar raíces, después de zares y princesas y guerras e historias que sólo la memoria sabe o ignora. Bajaron a tierra y ello no pudo ser sino el resultado de un principio necesario pero indeseable y un destino inesperado. El exilio comienza lejos y acaba lejos: los rostros son esa mirada que deben olvidar, olvidar, olvidar. O detener por un tiempo la memoria, agarrarse a algo, a un árbol que quedó sin amores, a una tierra que quedó sin habitantes, a una familia que quedó sin fragmentos. Rostros ajados cuyas arrugas ahora no cuentan. Idiomas que no se comprenderán hasta mucho más tarde. Soledades de a uno, de a dos, hasta tres –no más- que no podrán sino valerse de una fortaleza desmesurada, casi imposible. 


¿Qué es lo primero que Elena y Gregorio miran al descender por la escotilla? ¿Qué tiempo hace, qué hora, qué día? ¿Quiénes, son los que aguardan con vestidos blancos atravesados por cruces rojas? ¿Dónde está, cómo es la ciudad, el pueblo, la villa, más allá del puerto? ¿Por qué todo está repleto de desconocidos y los conocidos ya no esperan? 


Una comunidad que se formó sobre cubierta, encima de un barco sin panoramas, en la zozobra de un viaje inextinguible, en lo absurdo de treinta y dos noches iluminadas, ya no se deshace nunca. Allí están: se han ido de sus tierras formando fila y llegan, ahora, a un destino de hilera. Como si esa época no fuera más que formar filas. Como si la vida dependiera de la fila en la que te has metido. Como si la vida y la muerte se jugaran a acertar o desacertar la fila. Pero también hay algo de niñez en formar fila, en ver la nunca de quien está al frente, en ignorar todo lo que ocurre más allá. Una comunidad de melancolías, de ausencias, de vacíos. Una comunidad efímera y a la vez infinita. Una comunidad arrugada y, al mismo tiempo, intensamente nueva. 


Siete filas que poco a poco llegan hasta siete mesas con siete funcionarios de gobierno y siete traductores del país nuevo. El azar está por acabar. El destino ya no será del arbitrio sino de los sellos y el orden meticuloso de las indicaciones ajenas. El piso ahora está firme, ya no hay movimiento, se está en tierra. Una tierra aún sin nombre, sin estepas, casi sin lobos. Mejor estar aquí. Mejor la tierra quieta.   




Elena y Gregorio no se toman la mano, nunca lo han hecho. El amor no es tomarse de la mano sino ser condesciendes y crear descendencia. El amor es el trabajo, la comida, la siesta, la larga duración del silencio. Miran hacia delante y no entienden. Miran hacia atrás y no entienden. Pero si se miran a los ojos o miran ese suelo que es el mundo, se apaciguan un poco. Avanzan tan lentamente que es inútil el desespero. Avanzan como si fueran cuadrúpedos, seres desacertados, sombras que se adelantan al propio cuerpo, piernas solas. Escuchan. O creen escuchar:   

- Llegamos demasiado temprano al mundo y demasiado tarde a todo lo demás.

-  No quisiera volver a escaparme nunca más.
-  Es el mismo suelo pero con diferente suela.
- ¿Es de día o de tarde?
- Se me olvidó el espejo, los pañuelos y la sartén de hierro.
- No siento la espalda.
- Mi estómago está perdiendo deshechos.
- ¿No has visto a ese señor de saco de piel que estaba con la señora demacrada?
- Quisiera no tener que comenzar. Quisiera volver a ver las huellas que dejé en la nieve.   

Elena y Gregorio se miran, no se sonríen, avanzan poco a  poco. Quieren llegar a algún sitio. No importa cual. Y dan otro paso. Y otro. Ya no se miran. Y cada a uno a su modo prefiere no escuchar más nada. 


7 comentarios:

  1. Historia común de muchos que nos antecedieron.

    Volveré

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  2. Historias terribles, producidas por hechos terribles, que sus protagonistas jamás hubieran elegido. Cuánta injusticia y cuánto dolor. Y una pregunta siempre abierta: cómo es posible tanta crueldad?

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  3. Sempre que me sinto perdida penso muito em como nossos avós chegavam nessas Terras de Ninguém... Lindo texto Carlos!

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  4. Esta historias del destierro nos rodean como un tejido apretado y nos dan forma, identidad. Tanto dolor, fue necesaria tanta dureza para no claudicar. Un pueblo en la cima de un monte, una sola calle, la nieve y mi abuela, de dieciséis años, huyendo con su hermano para no casarse sin amor. Ellos vinieron del país vasco. Pero mi familia en el amor, vino de Rusia, del dolor, la hambruna y la muerte. Tu texto me sacudió el alma, para bien.

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  5. Podemos mirar lo trágico del holocausto en Elena y Gregorio. Ellos, para avanzar, debieron mirarse, aún en esa fatídica diáspora. ¿Cuántas historias siguen hablando hasta hoy de lo ocurrido? Miles, pero ésta ha llegado a penetrar y a conmover este tiempo. Me gusta mirar esa niñez en la espera, en el formarse en la filA. Saber que no todo fue arrebatado, que los recuerdos lograron atrapar ese momento. Sólo quienes lo vivieron lograron exiliarlo, hacerlo suyo y conservarlo por siempre en ellos. Gracias pro compartirlo.

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  6. Gracias por tu lectura, honda, intensa. No intento sino no olvidar. Incluso lo que no he vivido sino a través de relatos ajenos, ya vueltos prójimos.

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  7. Gracias Elaine: para que a perda seja um reencontro.

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