(Fotografía: Iván Castiblanco Ramirez). |
Yo escucho. Yo tomo notas.
Sentado en la mesa habitual del bar de siempre, entre las once y las doce de cada mañana, pido primero un café doble y luego, con el paso aquietado del tiempo, voy agregando una suma indefinida de cafés pequeños, eso sí, bien espesos. Soy tan conocido aquí que, descontando los saludos de ocasión, ya nadie conversa conmigo ni yo converso con nadie.
Dejar de conversar es uno de los tantos desenlaces probables del conocimiento entre las personas. No hablarse, no tener nada para decirse. Como si conocerse fuera ya saberlo todo, sin saber nada, un implícito sin matices ni relieves, la declaración de un abandono, el final de las preguntas, el declinar de las intrigas, el suicidio de la curiosidad y de la compasión por otras vidas.
No puedo dejar de recordar que cierta noche en este mismo lugar, durante la guerra civil española, republicanos y franquistas se tomaron a golpe de puños en una gresca que arrasó con todas las sillas y buena parte de las mesas. Entre los que estaban presentes en aquella batahola: Federico García Lorca.
Yo tomo notas de conversaciones ajenas.
Abro mi cuaderno de tapas de hule negro –tengo decenas de ellos guardados entre libros en los estantes- e inicio el ritual de escuchar hacia los lados. Mi hábito proviene de una razón muy sencilla: estoy cansado de mí, de mis palabras, de mis explicaciones, de mis justificaciones, y éste es el momento para reposar, callándome por dentro y por fuera.
Soy un cazador pacífico de palabras de desconocidos. Cierro los ojos y mis oídos son capaces de descartar lo que es apenas gracioso, frases de cortesía, automatismos amorosos, meras discusiones de negocio o de dinero, reuniones de trabajo, y me concentro en mi debilidad: las conversaciones de los ancianos, las confesiones casi secretas, los diálogos desiguales, la revelación extrema del amor y del dolor, los gestos de desamparo, las sorpresas, lo que está a punto de ser palabra y las primeras palabras siguientes.
Soy discreto, no secuestro intimidades ajenas. Lo que busco es, en verdad, lo que no tengo, lo que no puedo, lo que no soy: palabras renacidas, palabras frescas, modos de ver el mundo de los que ya no me siento capaz.
No es un gesto impúdico, sino una ilusión de complicidad con el universo. Como si escuchando pudiese anudar los sonidos desperdigados de la lengua, como si quisiera armonizar ese hablar desordenado y simultáneo y darle una propiedad musical, una suerte de pentagrama.
Más que la irritación, la decepción o lo ominoso de lo dicho, quiero dar lugar a la ternura, esa ternura que va desapareciendo poco a poco de la tierra, esa ternura que se diluye por la rapidez de los encuentros, la inmediatez de los deseos y la pérdida irremediable de la infancia. La ternura que volví a reconocer a través de Antonio.
Escucho no para saber, sino para olvidar lo abominable. Escucho no para entender, sino para perder de vista lo execrable.
Escucho, porque necesito recibir las verdades que otros desconocidos pudieran darme.
Escucho ahora, por ejemplo, cómo una señora le explica a otra su desazón con el cuñado. Que solo le importa el dinero, que no se preocupa por su hija, que nadie iría a su futuro entierro.
O cómo un hombre mayor, de traje oscuro, revela a un amigo los secretos más sigilosos en la trama del gobierno. Que los conoce a todos, que aquél había sido su empleado, que al otro él mismo lo había recomendado, que nadie le daba las gracias. Que se merecía una jubilación de privilegio.
O cómo una madre le dice a su hijo pequeño que se quedara sentado, que no moleste, que no grite, que dejara por un momento de comportarse como un niño.
O cómo una muchacha recibe una propuesta de amor. Y cómo la rechaza. Que quería, primero, conocer el mundo. A otros hombres. Y que, además, debía irse ya mismo de allí porque si no, no llegaba a horario para el concierto.
O cómo es improbable que lloviera, por más que sus plantas y sus flores así lo quisieran. O que no es cuestión de perder la dignidad, pero sí la paciencia. O que se lo hubiera dicho si no fuera porque hace tiempo la había perdido de vista.
De lo único de lo que me jacto es de encontrar ternura en cada frase.
Yo escucho. Y así me callo. Y así no juzgo.
Yo deseo el dictado del mundo.
que coisa linda!
ResponderEliminarRosaura
Es esperanzador tu texto, escuchar a los otros , darle valor a sus experiencias y después plasmarlas es muy bello, el mundo está dispuesto a ser escuchado a compartir su ternura y a percibirse valioso.
ResponderEliminarGracias!
Hermoso texto.
ResponderEliminarHermosa experiencia el dejarse recubrir por las palabras de otros -dirigidas hacia otro lado,imprescindible- y descansar así un poco de las propias.
LAU SAN 23 de septiembre de 2013
ResponderEliminarYo escucho. Yo tomo notas.
Sentado en la mesa habitual del bar IBERIA , entre las once y las doce de cada mañana...,
Abro mi cuaderno de tapas de hule negro –tengo decenas de ellos guardados entre libros en los estantes- e inicio el ritual de escuchar hacia los lados. Mi hábito proviene de una razón muy sencilla: estoy cansado de mí, de mis palabras, de mis explicaciones, de mis justificaciones, y éste es el momento para reposar, callándome por dentro y por fuera....
..Me encanta, enamora mi alma,.. logro recrear en mi imaginación..cada una de estas palabras, puedo verlo , puedo sentir su presencia , como si se tratara del más dulce transitar por la vida , de un ser desconocido, y a su vez.. tan cercano , a través de sus relatos...