Había un mundo donde los
hombres lloraban todo el tiempo. Pero no lo hacían por cualquier cosa.
Por ejemplo: solían llorar porque una rama se había casi desprendido de un
árbol. O porque la luna no estaba aún del todo llena. O porque quizá había
demasiada prisa por las calles de los números impares. O porque habían percibido
que algunos, entre ellos, no eran del todo frágiles o del todo fuertes. El único llanto prohibido era el llanto porque sí. Nadie podía llorar por llorar.
En un principio parecía que los hombres lloraban a toda hora, en cualquier lugar, por cualquier motivo, pero era una percepción equivocada.
Había una hora en
particular, las siete de la tarde, cuando se escuchaba con nitidez -pero en
absoluto desorden, sin ninguna placidez en la melodía- esa atmósfera inusual
del murmullo de las lágrimas. No era casual: las siete de la tarde es la hora
en que la luz se disemina por los perfiles, se acomoda en los contornos y ya no
señala hacia nada, ni acusa a nadie, a ninguno.
Los hombres, quizá por
cierta prudencia o por decoro o por pura imbecilidad, salían a llorar hacia lugares
precisos, alejados de sus hogares pero no muy lejos de las causas que
provocaban el llanto: tomaban algo que podría llamarse una distancia mínima, o distancia
cercana, o distancia próxima. Se apoyaban en el tronco de un árbol, se sentaban
al borde de una acera despoblada, caminaban despacio por los márgenes del río, buscaban escondites sombríos.
Y lloraban sin parar.
Preferían no encontrase con nadie a esa hora, pues sabían que para
que un llanto fuese verdadero debían estar en soledad: ése era el llanto de los
hombres por el momento solos.
El llanto no duraba
demasiado tiempo, no era una cuestión de duración, sino de intensidad. Llorar no era un acto privado, pero sí
íntimo. A esos hombres les parecía impropio llorar en grupo o delante de
otro hombre que también lloraba. Había que salir a llorar, irse de uno mismo, de lo propio y de los demás, para llorar realmente. Además, no les gustaba causar
remordimiento, ni complacencia, ni lástima con sus llantos.
¿Pero porqué lloraban? A los
hombres les angustiaba sobremanera todo lo que fuera casi y todo lo que fuese
quizá. El sentir casi un peligro, el tener quizá un amor, el saber casi algo,
el no poder quizá realizar un sueño, el pensar casi lo mismo, el quizá algo
podría ocurrir en otro momento. Detestaban el mundo de los casi y los quizá.
Preferían una vida de blancos y negros, por más terrible o mediocre que fuese.
Durante el llanto los
hombres se mantenían únicamente ocupados en llorar. Como en ningún otro momento
del día y de la noche, era allí cuando lo humano se revelaba tal cual se
suponía que debía ser: no había postergaciones, ni certezas, ni
explicaciones, ni trampas. Todo era indecisión, fragilidad, despojo; pero
también todo no dejaba de ser austero, honesto, transparente.
En el mundo de los hombres en llanto se creaba una complicidad inédita, aunque terriblemente solitaria, que duraba hasta el cuarto de hora siguiente, casi al borde del comienzo de la
noche, quizá antes de volver a hablar, casi antes de pensar.
(Fotografía: Gustavo Peralta) |
Justo en ese instante, una mujer los interrumpía.
Sí, una mujer interrumpía
los llantos de los hombres y les ofrecía una tregua.
Era una mujer sin edad, sin
rostro, que nunca aparecía de frente: era cualquier mujer y eran
todas las mujeres. Una mujer que tenía a un lado el sol y a otro lado la luna.
Era una mujer que, como Venus, estaba llena de cicatrices, de una descomunal e hiriente belleza.
Los hombres, confundidos,
detenían el llanto. Pero apenas el último hombre dejaba de llorar, la mujer les impedía
el habla para que no intentaran comenzar a explicar el llanto, hacer teorías, escribir terribles poemas o
arrepentirse de inmediato. La mujer decía con voz firme: “Ahora podrán decir. No hablar, sino decir. El lenguaje solo es posible sin llorar y sin hablar. Así podrán decir cada cosa, aunque nunca podrán decirlo todo”.
La mujer se iba despacio. Si
su aparición dejaba perplejos a los hombres, su partida les provocaba un nuevo
e inevitable llanto y se sentían incapaces de decir.
Hablaban todo el tiempo, eso
sí, de la mujer que recién había llegado y que ya se había ido.
La mujer los dejaba
alterados, inquietos, extraños.
Quizá sin poder hablar. Casi sin dejar de
llorar.
... Querido Carlos, sus palabras... ENAMORAN..
ResponderEliminarDelicadamente bello..