Un
paisaje está hecho de desórdenes que sólo la mirada consigue componer, aún con
enmiendas ajenas o fragmentos inventados. El panorama urbano en una metrópolis
abierta se presenta como una secuencia impura de tumultos, alocados
transportes, mercados, caballos, el golpe de las persianas y calles cuyo
recorrido ha sido pensado antes, en otro tiempo, para otras personas, para otro
caminar.
Es
extraño que una ciudad ofrezca paisajes, escenas largas, mientras que el
individuo esté puesto dentro y anónimo, tan adentro y tan anónimo que va
perdiendo su voluntad de mirar, de apreciar
lo que está más allá de los cuerpos de los transeúntes, las sombras que se
sueltan de cada quien y recorren su propio camino.
Los
tiempos convulsos impiden aún más el paisaje y se concentran, obstinados, en la
disputa por milímetros de rebelión y ensueños.
Más
allá de las ciudades, allí donde la vista no alcanza a pensar ni a pensarse, la
geografía toma sus propias decisiones y elabora dimensiones raladas o
desmedidas abundancias. Cuando el paisaje no se ve interrumpido, entonces
despliega sin remedio la aridez infinita, el río incesante, los accidentes
imprevistos.
Los
paisajes nevados cargan con un destino de agua. De agua verde y exagerada luz.
Un árbol se recubre de nieve y se vuelve pino o abeto o abedul. En cambio si un
pájaro se detiene en una estepa, es probable que no encuentre jamás su nido.
Los
pájaros de las estepas no tienen la suerte que sí tienen los pájaros del
Himalaya, que nacen cuando el huevo desciende de los cielos altos y aprenden a
volar al mismo tiempo que aprenden a respirar. Pero los pájaros del Himalaya
que no aprenden a volar durante el primer vuelo no respiran y tampoco tienen la
suerte de los pájaros del Cuzco, ésos que ocupan el largo del terraplén y las terrazas y realizan ceremonias nuevas
cuando ya nadie los ve.
La
nieve, en cambio, no depende de ninguna suerte y no toma ninguna decisión: lo
hace por ella la atmósfera enardecida de frío.
Cuando
hay veinte o treinta grados bajo cero lo único que sobrevive es la nieve y los
habitantes que nacieron allí sin protestar. ¿Cómo es posible pensar si hay que correr
de prisa para no detenerse de una vez y para siempre, si no es posible dejar la
mente en blanco, porque el blanco ya lo recubre todo?
Entonces
Elena –esa Elena que aún tiene 19 años y que vive entre la nieve- imagina que pensar es como oscurecerse, escribir
es interrumpir lo más posible el vacío
de una página y amar es cobijarse en un blanco común.
Quizá en otro sitio.
Quizá
de sol.
Quizá definitivo.
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