martes, 16 de julio de 2013

"Paseador de perros", de Sergio Galarza.

(Texto leído durante la presentación en Barcelona de los libros de Sergio Galarza: "Paseador de Perros" y "JFK", publicados por Editorial Candaya). 





Cuando acabé de leer la novela “Paseador de perros” de Sergio Galarza, dudé entre preguntarme por el porvenir del autor o por el de los tres perros (Colt, Tarah y Luk) a los que el personaje principal hace correr con él por una avenida vacía de Madrid en ese umbral impreciso que se extiende entre la tarde y la noche. 

El final de la novela sugiere una escena apocalíptica, alejada en cierto modo de ese ritmo tenso y maloliente de lo cotidiano; en cierto modo una liberación explosiva que no tiene más remedio que hacerse con el cuerpo: correr, “porque es la única manera de que anochezca y luego amanezca y así hasta que sepa  que nada malo me pasará”, escribe Galarza. Sí, hay que correr para alejarse, para olvidarse, para escaparse de uno mismo, para espantar con el movimiento acelerado de las piernas y los brazos todo lo ruinoso del mundo.  

¿Quién no habrá querido tantas veces acabar con algo, con alguien, simplemente corriendo? Ni con las palabras, ni con la presencia, ni con la responsabilidad: apenas correr, irse corriendo. 

Yo sé que Sergio Galarza correrá hasta su próxima novela, pero en ésta ha tenido que correr (correr como escritura, la escritura como una corrida para hacerle un orificio a la vida cotidiana) del mapache Odo que siempre lo mira con los dientes afilados, de las mierdas de los perros que pasea y pisa, de un amor inaugural que aún le duele, de un patrón desvencijado, de un piso mal compartido, de unos dueños de perros que como zombies no se deciden todavía entre la vida y la muerte (hasta que se deciden y, claro está, mueren), de los conserjes de los edificios y de la brutal polémica para saber quién lleva la vida más dura, más inútil, más perdida.

“Paseador de perros” me ha acompañado las últimas noches en Barcelona entre las 2 y las 3 de la mañana, a esa hora en que sólo los borrachos, los poetas buenos o malos, quizá algunos amantes aún insatisfechos, los ancianos en insomnio permanente y los perros aún tienen algo para decir. No es una mala hora para leer a Sergio Galarza. Si se lo leyera, por ejemplo, entre las 7 y las 8 de la mañana, un poco antes de salir a ese mundo inmundo, es posible que solo entremos al tiempo de la humillación de muy mala manera, desalineados, roncos y con mal aliento: un reino donde siempre llueve, siempre hay basura y siempre nos tratamos a los gritos, con un desprecio incluso indiferente.  Y no está mal que así sea. No es que el libro sea políticamente incorrecto: el mundo lo es, la vida lo es. 

“Paseador de perros” habla la lengua de lo políticamente incorrecto, sí,  y esto quiere decir que no es autocomplaciente ni condescendiente, ni consigo mismo ni con los demás. Los adolescentes son imbéciles, los padres de los adolescentes son desdichados, los inmigrantes son inapropiados, los dueños de los perros no merecen aprecio, los perros no tienen destino si lo único que hacen es perseguir una pelota y uno mismo es esa mezcla inaprensible de imbecilidades, desdichas, despropósitos y sinsentidos. 

Sin embargo hay dos cosas en la novela, más allá del correr, que parecen aliviarnos un poco, o al menos concedernos un cierto tipo de caricia aunque no nos salven de nada: una es la música, que actúa siempre como un recuerdo que permite desviar el tono de la miseria hacia otro sitio; la música que dilata el tener que tomar siempre decisiones; la música que resguarda al cuerpo del incesante y absurdo barullo de la vida; la música que se acerca misteriosamente a cierta forma de literatura; la música que escuchamos y que no es sino la banda sonora de una vida que quisiéramos tener y que, por lo general, no tenemos. 

Lo otro que nos retira un poco del tumulto quizá sea aquí el fútbol: esas horas de animalidad de un juego que quizá nos vuelva algo así como perros sin correas,  pataduras de mucho cuidado, habitantes de una cofradía solo limitada por la extensión inadecuada del campo. Yo sé que todo es ficción. Incluso lo que parece ser más real, la hiper-realidad, la realidad que es esa suerte de acusación falsa y sin testigos, quizá no sea otra cosa que un cuento mal escrito y en el anonimato de las sombras. La cuestión es, como escribe Sergio Galarza, estar de pie. No como heroísmo o altruismo o dudosa moralidad: estar de pie como la posición más sensata para caminar, pasear o escuchar música o correr. 

En este libro se nos obliga a una curiosa encrucijada: es posible que haya momentos en que queramos hacer lo que hace el personaje,  pero pensándolo de otro modo; también hay momentos en que queramos pensar lo que piensa el personaje, pero haciéndolo de otro modo. Pensar lo que se hace y hacer lo que se piensa: eso lo hacen muy bien los políticos pero no las personas de a pie, personas como las que escriben esta novela o como sus lectores,  íntimamente solos, que miran con ojos grises lo oscuro y con palabras necias lo aún más necio. Personas cualquiera, que apenas si pueden hacer algo aunque no lo piensen, que apenas si pueden pensar algo aunque no lo hagan. 

La encrucijada no la resolverá la inteligencia del lector, sino su indisposición, su incomodidad, su cada vez más creciente sensación de tener que tomar partido a través de la fractura más verdadera de este mundo. Y es que en la vida, como en esta novela, o se está del lado del paseador de perros (“el ladrón de intimidades”) o se está del lado de los conserjes de edificios (“el guardián de los secretos, a quien nada le es ajeno a sus oídos”). No hay otras opciones para quienes están en el mundo sin papeles, sin amores a la vista aunque si en la memoria, fatalmente acechados por los mapaches y por los dueños de las empresas de paseadores de perros. Lo sé: alguien podría decirme que no hace falta estar en ningún lado o tomar posición en una oposición cerrada, pero no le creo.  

Yo mismo he tomado partido por los paseadores de perros. No solo porque vengo de un sitio del cual se dice, como mito, que es donde ha nacido esta insospechada profesión, sino porque me parece un infierno aún más negro el ser conserje de edificios y no poder cerrar nunca los oídos. Porque la verdad es que todos queremos pasar horas escribiendo los secretos más turbios de los demás. 


En “Paseador de perros” no se sabe si aquellos perros que corren con el personaje hacia otro destino se salvan o no. Yo quisiera salvarlos. Los perros no tienen la culpa ni de sus dueños, ni de su servilismo, ni de su docilidad, ni de su diaria humillación. Me da igual que mueran todos los demás. Ya es, a esta altura, inevitable. Quisiera dejar a salvo a Sergio Galarza y, muy a su pesar, aunque más no sea en otra novela a esos tres perros. Cuento con él para que reaparezcan los cuatro dormidos al costado de una ruta entre España y Francia. O aún corriendo en una noche que nunca termina. O que me los traiga a casa, en Buenos Aires, para que conozcan a mi perra Carmela. Si es que son del mismo tamaño. Y si es que no les importa que yo no les arroje ninguna pelota, les ponga algo de música y paseemos de vez en cuando por la orilla de un río atravesado por mendigos y por buenos y malos poetas de a pie.  

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