(Fotografía: Iván Castiblanco Ramirez)
“Escribir
Leer / Apenas suponen / A duras penas quisieran / Resucitar a
los vivos”.[1]
I
Un
gesto, apenas un gesto: abrir un libro, es decir, dejar la mirada, dejarse
olvidada la mirada, dejarla casi abandonada, alrededor de algo que no es tuyo y
que, quizá, alguien te ha dado. Te lo ha dado, y es mejor no ver su mano, que
la mano no se muestre, que la mano desista de revelarse como el origen. Pero
que deje más o menos cerca, amorosamente, insistentemente, un libro, el gesto de
dar la lectura, de dar a leer.
Alguien
te ha dado la posibilidad de abrir un libro. Y será mejor no quedarse allí para
preguntarte, para indagarte, para someterte al juicio de lo que deberías leer,
de lo que deberías ser. Alguien, cuya mano está dispuesta a un convite tan
simple como milenario: dar a leer. Dar a leer porque sí. Dar a leer porque
alguien ha escrito algo antes. Dar a leer porque alguien ha leído antes.
Siempre
alguien ha escrito y leído antes. ¿Antes de qué? De tu nacimiento, de tu cuerpo
que todavía no es pero ya existe. Antes que pudieses abrir los ojos, para
sonrojarte o para desolarte, ya hay alguien que escribió y que leyó algo antes.
Alguien escribió algo y, quizá, sin otro motivo que el de poder leerlo, dará
comienzo esa extraña tarea de encuentros y de desencuentros, de soledad y
multitud, de pasividad y turbulencia.
Primero,
torpemente, es decir, sin saber muy bien si lo que hay que hacer es reconocer
la letra o la palabra o la voz que antecede. Luego, audazmente, como si la lectura
tuviera que ver con la voracidad. “Lector,
esperaba los libros. En espera del libro, lo buscaba como (perdón por decirlo
así) un animal que tiene hambre”.[2] Más tarde, al final, serenamente.
Porque de algún modo la serenidad te dará un lugar en la lectura.
Alguien ha escrito y leído antes. Alguien es una mano que ha escrito y otra mano te dará a leer para que tu propios brazos realicen el gesto de abrir un libro, abrirte a la lectura, provocarte una hendidura por donde pasarán, como lentas conversaciones, palabras que no son tuyas, hilos que no son tuyos, heridas que no son tuyas, pero que podrían comenzar a serlo.
Porque: “Como lector se
abre, es abierto, el abierto, como su libro está abierto, se abre como una
herida está abierta, abre y se abre, se abre del todo sobre lo que la desborda
del todo, y la abre”. [3]
Abrir
un libro, ese gesto no es sólo la abertura del libro, no es apenas “abrir el
libro”. Se abren, a la vez, posibilidades e imposibilidades, el estar presente
y el ser sustraído, la musicalidad y la taciturnidad. Se abre el desconocimiento más auténtico,
el único que de verdad ni sabe ni puede saber jamás: el de no saber cómo se
continúa el presente, no ya hacia delante, sino a sus lados; el de ignorar la
propia voluntad de saber; el de renunciar a la ya conocida y alicaída palabra
siguiente.
Abrir
un libro: un gesto inicial que quizá te confunda de dirección, te entorpezca la
urgente felicidad a la que te convoca este apurado mundo, te quite del tiempo
destemplado al que te llaman insistentemente apenas para humillarte, para
destituirte, para ofenderte. Un gesto que es acaso contrario a la muerte, aún
cuando te ciegues, te endurezcas, te ofusques con la doble letra del mundo
retratado en la
escritura. Doble letra, doble palabra, doble fragmento o
quizá más aún: tu palabra ahora no importa, las palabras de orden tampoco, pero
están allí, disputando uno a uno el recorrido de tus ojos sobre la lectura.
¿Qué elegirás? ¿La palabra brutal pero ya encarnada? ¿O la palabra fácilmente
amorosa que sólo da y recibe hipocresía?
Al
menos algo podrás elegir. Algo que, incluso, no entenderás. O que, al
entenderlo, volverá a huir o a perderse. Como si las palabras en la lectura no
se detuvieran en tu memoria, sino que saltasen de hoja en hoja, de libro en
libro. Quizá en la escritura te parezcan estatuas. Pero en la lectura, esas
mismas palabras, son danzantes, extraños torbellinos que no arrasan: danzan.
Algo
podrás elegir, aunque nadie sepa cuándo, ni estemos allí para hablar de ello,
para averiguarlo. Tal vez lo que elijas sea poder abrir un nuevo libro sin que
nadie te lo diga, o sin que nadie te lo de. Tal vez lo que elijas esté fuera de
la lectura y de la
escritura. Pero si estuviera dentro de la lectura y de la
escritura, es decir, si siguiera ese camino carente de dirección pero camino en
sí, quién dice alguna vez serás esa mano que impida que el gesto de dar a leer
se acabe, como ya se han acabado en cierto modo la desmesura del silencio y el
privilegio de la amistad.
Así,
abrir un libro es un gesto que continúa el mundo, que lo trasmite, que lo hace
perdurar. Leer, entonces, tendrá que ver con una suerte de salvación –pequeña y
nada ostentosa- de un mundo anterior. No apenas resucita a los desahuciados
vivos del ahora, sino que lo hace a partir de palabras del ayer.
II
¿Cual mano te dará
a leer? Cualquier mano. Toda mano es capaz de dar, sin siquiera mostrar el
movimiento de “dar”, sin siquiera pronunciar su nombre, ni el nombre de nada, a
no ser el nombre de quien ha escrito antes, si quisieras saberlo. La mano es
anterior a la primera palabra que estás por pronunciar. La mano es pura
ausencia cuando esa palabra queda dicha.
Se
trata de cualquier mano que, inclusive, ni siquiera ha puesto su mirada en lo
que te dio. Porque pensó, sintió, hizo, que eso que te ha dado no necesite de
su autoría, no sea de su propiedad, no tenga autoridad. Quitar la autoridad de
lo dado, sí. Para que lo dado sea heredado, sin que se advierta la gravedad o
la impureza del dar. Para que dar, dar como sustantivo, no como verbo, sea
desmesurado e ínfimo a la vez.
Porque
la mano debe partir apenas dejado el libro, debe retirarse para poder dejar. Si
se queda allí, si se vuelve mano que insiste, ya el gesto se transforma en
dominio, en desdichada persuasión. La mano que queda al dejar, no deja, se
vuelve mezquindad.
Dar
es dejar, no es abandonar. No se abandona lo que se deja. Lo que se deja es una
curiosa sensación de dar. Y la conjugación está en la punta de la lengua: dar
lo dejado. Nunca debería decir: dejar de dar. Dejar de dar es ya estar tieso,
ser incapaz de gesto alguno, incapacidad de donar, de estirar la mano más allá
de tus narices. Dejar de dar es como la muerte. Muerte que siempre es propia, que no se da ni
se deja.
¿Pero
qué es lo que se te puede dejar, con el riesgo que no lo tomes, que seas
indiferente, que lo desprecies? ¿Qué es lo que se deja y que corre el peligro,
también, de ser algo diferente en tus manos, de no ser exactamente idéntico, de
ser siempre otra cosa que lo que te fue dado?
Se
te deja una letra, una palabra, un fragmento, cientos de fragmentos, una voz
que convierte la lengua en una sensación del mundo. No, no dejes que eso que te
den sea una concepción del mundo. No dejes que te obliguen a repetir una
concepción del mundo. Pide, eso sí, que te den una sensación del mundo. Una
sensación del mundo, lo que es decir: un infinito de sensaciones del mundo.
Porque leer es una sensación del mundo que se dejó escribir en un gesto
indescifrable. No descifres ese gesto, no. Más vale abandonarlo y abandonarse
en su misterio. Ninguna sensación puede ser una cifra, es un movimiento:
saltos, tropezones, virajes, encrucijadas, verdades a prueba de milagros,
milagros que se cuecen sin verdades a la vista.
De
ese modo lo escribía y lo repetía insistentemente la poetisa rusa Marina
Tsvietáieva: “Yo no tengo una
concepción del mundo. Yo tengo una sensación del mundo”. [4]
Y
es que parece que aquí no hay otra cosa que la presencia exagerada del
concepto, es decir, el no poder balbucear, murmurar, sino fijar, decidir. Te
preguntarán: ¿Qué piensas de todo? Te obligarán a responder: ¿Qué opinas del
aquí y del allá? Y cuando intentes dar tus sensaciones, cuando quieras
detenerte en la ambigüedad de cada palabra, te dirán que ya no hay tiempo. Eso
es el concepto: la inexcusable falta de palabras ante la repetida ausencia de
tiempo.
Tener
una sensación del mundo quiere decir, apenas, que se piensa con el cuerpo. El
concepto es la distancia que se establece entre tu cuerpo y el mundo. Leer, tal
vez, sea el modo más sentido de volver a abrir tu cuerpo en medio del universo.
III
Esa
mano te deja algo que te indica, que te sugiere, que allí mismo, en ese gesto
de abrir un libro tal vez habrá algo, algo que es ni tuyo ni de esa mano, un
libro, cualquier libro, que pudiera desnudarte o, al menos, darte a ver la
misteriosa desnudez de lo humano.
Ese
gesto te deja, también, solo, a solas. En algún momento tendrás que estar solo.
No siempre habrá que estar sostenido por la mano del doble gesto de escribir y
de leer. En algún momento, habrás de ser ojos-letra, mirada-búho, callejón sin
entrada, aire de aridez. Gesto sólo. Lector sólo. Escritor sólo. Soledad sola.
Porque:
“El libro es la ausencia del mundo. A la ausencia del mundo que es el libro se
suma esa ausencia del mundo que es la soledad. El lector está dos veces solo. Solo como
lector, está sin el mundo (…)”. [5]
Ese
mundo ya no está. Ese mundo de lo que es inmediatamente tan urgente como
innecesario, tan enfático como pueril, tan acuciante como sinsentido se ha
caído en el abismo de la lectura. Y en la lectura se vuelve a perder. Ya
no hay mundo. Ya no hay ese mundo. Hay, eso sí, soledad que arropa y desierta;
soledad porque se trata de un gesto que no ves. El libro ya está abierto. No
hay nadie más, no hay nada más. Incluso el libro no es, no está, no permanece
en la lectura.
Porque: “La atención provocada por la
lectura del libro (…) se emancipa del libro. El libro cae (…). El libro ha
desaparecido. El mundo no ha regresado”. [6]
Y
es que la escritura anterior a tu lectura, ya fue ella misma solitaria soledad.
Soledad no de creación, sino de palabras que no regresan. Soledad no ya del
autor que vacila, sino más bien de vacuidad de la lengua. Aún en esa escritura, ya hay algo que no
sucede, ya hay algo que no se escribe. También en la escritura hay dos veces
soledad.
La
escritura, así, como sustantivo, es algo que no ha ocurrido ni ocurrirá jamás.
Su inexplicable, bella y obsesiva persistencia, no es más que una prueba de
ello. Si fuera posible la escritura, ya estaría escrita. Pero, en realidad, la
escritura se derrama, se esfuma, es fantasma.
Porque:
“Escribir
tendrá que ver
con algo que no
ocurre
ni ocurrirá
jamás
Porque
el punto final
es tan absurdo
como lo es
cualquier vacilación
que comienza
vocálica
y acaba
padeciendo
por exceso de
fe
Y la grieta
entre
lo escrito y
por escribir
no es que sea
más extensa
sino que es
cada vez más
grieta
Además
todo podría
perderse
un mal día
Escribir
podría ser
negarse a ese día
O bien
a esfumarse con
él”. [7]
IV
Pero:
¿Cualquier fragmento, en cualquier libro?
Sí,
cualquiera.
Un
fragmento en un libro es otra vida en otro tiempo en otro lugar. Ese libro es
cualquiera, porque cualquiera es el tiempo, cualquiera el lugar, cualquiera
puede ser la vida de cualquiera.
Sí,
cualquier libro. Por ejemplo los muy subrayados, los muy arrugados, los
muy abiertos. O los nunca abiertos. O los libros que se esconden y hay que
salir a buscarlos. O los que insisten en ser única lectura. O los que te
confinan a una hora que no comienza ni termina, porque te ofrece la
inexplicable sensación del durante, de la duración sin hora, de esa hora
intrigante del sin antes y sin después.
No,
cualquier libro, no. Es que no todo puede ser libro, aún cuando vista ese
ropaje. Puede haber letras, puede también haber precisión de orfebre, pero no
haber gesto. Puede comenzar con un ademán sí, pero enseguida acabarse,
diluirse en una trampa mortal de quien ha escrito no para que leas, sino para
que seas un rehén sin voz. Puede que no toda palabra quede impresa en tus
oídos. Puede que ese libro no sea sino un fuego de artificio. Que te prometa
felicidad, destino, conquista, la absurda negación de la muerte que no es,
sino, la igualmente absurda imposibilidad de afirmar la vida.
Hay
libros que no, que no son gesto sino condena; libros que sólo quieren dejarte
allí donde estás, preso de tu prisión, huérfano de otras vidas. Libros
escritos, sí, pero sosos, indigentes.
Leer
es un gesto que algún día sabrá reconocer porqué hay libros que sí, porqué hay
libros que no. Igual que con las palabras sueltas: si te gusta “amor”, no te
gusta “infamia”, si te gusta “rosa”, no te gusta “industria”, si te gusta
“viento”, no te gusta “ambición”.
¿Gustar?
¿Qué quiere decir gustar en ese gesto de abrir un libro?
La
lectura reconoce sus sabores. De a poco. Despaciosamente. Al principio, no
sabe: pero huele. Huele la nariz dentro del libro, huele el movimiento de las
páginas, huele ese olor misterioso de lo que se comprende y no se comprende a la vez. Y se
aspira el vendaval de la escritura. Se huele, se sabe reconocer ese olor como
un olor desconocido, entonces se aspira la ternura de una bienvenida y la
aspereza del adiós.
(Fotografía: Pequod Libros).
Después,
entre la humedad de los ojos y la vigilia del tiempo, comienza a probarse, a
palparse, a recorrerse el libro. Algunas palabras saben a memoria de amistad;
otras, al ahogo de la promesa recién pronunciada. En otras palabras hay sabor a
abuelas y a patios y a amores que sí y que no, se huele a gotas de lluvia fría
y a dolores casi siempre extranjeros.
El
gesto es: abrir un libro. No hay segundo gesto. En principio, no hay segundo
gesto, no. Lo segundo no es gesto, es sabor. Pero aún hay que quedarse en el
primer gesto. Porque no se ve demasiado. Porque insistimos en que otro lea y no
hacemos el gesto nosotros mismos. No lo hacemos.
Sin
primer gesto, sin dejar de dar, no hay escritura, no hay lectura. Porque el
primer gesto es abertura y detención, pausa, pausa, muchas pausas.
¿Pausas
de qué?
Del vértigo que es un gesto de la desesperación por precipitarnos a la muerte.
De
la celeridad que es un gesto cansado de sí mismo.
Del
torbellino que es un gesto que no reconoce ni su pasado, ni su porvenir.
Del
atolondramiento que es un gesto inexacto en un camino imposible.
De
la prisa que es un gesto que ni viene ni va, que ha perdido no el rumbo, sino
sus pies.
Y
del barullo, del tumulto, del griterío, que no son gestos sino ademanes
absurdos, irreconocibles.
V
El
gesto es, siempre: abrir un libro. Ese gesto es: la caricia, sí; la memoria,
sí; el deslizamiento ni hacia demasiado fuera, ni hacia demasiado dentro; el
sonido, sí; el ritmo, sí; la voz, sobre todo, la
voz. La voz que cada uno
habrá de ser.
Es
un gesto que abre un espacio algo más tibio y más hondo que la pronunciación;
más suave y más largo que la presencia del silencio; más alto y más
indisciplinado que la puntuación.
Es,
un gesto, sí, un gesto. Se hace con la mano, pero sobre todo con el rostro. Y
una vez que allí está, en el rostro, todo ocurre descompasadamente: tal vez,
llorar, porque algo-alguien se ha muerto allí donde la mirada no puede dejar de
ver; quizá, reír, porque algo-alguien se ha disfrazado o caído en el abismo del
absurdo; callar, porque algo-alguien habla; escapar, porque el laberinto no te
da respiro y porque es demasiada la noche de lo que allí está escrito.
¿Algo,
alguien?
Algo-alguien
que no fuiste ni serás, ni podrás ni querrás, tal vez, ser. Y sin embargo, en
esa distancia que no es lejanía; en esa proximidad que es prójima, hay
conmoción, hay intimidad, hay deseo de ser otro, hay pasado que es presente,
hay presente presente, hay destinos a borbotones.
El
gesto seguirá siendo, siempre, abrir un libro.
Quizá
para cerrarlo.
Quizá
para guardarlo.
Quizá
para volver a darlo.
Quizá
para releerlo.
Quizá
para perderlo.
Quizá
para no encontrarse.
Es
un gesto porque está en la mano, está en el rostro, pero más aún en los ojos.
Y
son los ojos los que traducen, los que conducen las historias hacia la
interioridad del cuerpo. Y por que no hay ojos iguales, es que hay cuerpos
distintos.
Y
el gesto, el primero, el de abrir un libro es, antes que nada, un gesto sensorial: se abre
un libro y a la vez se abren los párpados, sí, los párpados. Y luego se abre la
boca sorprendida o amenazada. Una mano te ha dado un libro y ahora tu cuerpo es
la sensación de leer, no es otra cosa, no, sino la sensación de leer que está
en el cuerpo.
Y
el cuerpo comienza en los ojos. En los ojos que miran.
¿Los
ojos miran qué?
No,
no miran, son mirados. Son mirados sin prisa, sin ostentación, pero sin
respiro. No te dicen cómo hay que mirar, pero te soplan al oído qué es lo que
quieren que mires. ¿Sería mejor no hacerlo? ¿No indicarte, no sugerirte, no
desearte qué mirar? No, más vale enseñar. Enseñar como indicación, como signo
que apunta hacia alguna parte. Enseñar el modo en que elijas ser mirado por
otros otros.
Ojos
mirados por niños prodigios, mensajeros sin rumbo, débiles hombres enamorados
de mujeres huidizas, abuelos que ya no se recuerdan a sí mimos pero aún aman el
tiempo en que ello, tal vez, ocurrió; muchachas en pie de guerra y a los pies
del deseo; escribientes que preferirían no hacerlo; ciegos de bastón y ciegos
de furia; la insistencia persistencia de la infancia.
Ojos
mirados por poblados de nombres imposibles, por páramos, acantilados, edificios
en ruinas, océanos que no van ni vuelven, laberintos, encrucijadas, lugares
próximos que al cerrar el libro se vuelven ajenos, inalcanzables.
Ojos
mirados por la guerra, la decrepitud, el asombro de un abrazo, el abandono, los
celos, la amargura, el infinito, la lluvia que nunca dejará de replegarse, el
tiempo inventado en otro tiempo, el uno que es siempre otro, el otro que es
siempre otro y otro más, y otro más.
Porque: “Toda palabra designa al
otro. De entrada, una palabra altera, produce todas las alteraciones,
contemporiza con el prójimo, provoca alteridad. El movimiento que nombra al
otro altera. El movimiento que nombra al otro altera ese movimiento y al otro”. [8]
Ojos
mirados, incluso, por todo aquello que no tendrá nombre pero que podrá, algún
día, decirse con tu propia voz, a tu vez, en tu ritmo, con esas palabras que
sólo nacen si se encarnan, si están encarnadas, deshuesadas, decididas.
Y
entonces sí.
Ahora
que el universo ha entrado por tus ojos (¿de qué otro modo más bello podrías
ser mirado?), ahora sí, los ojos miran su propio tiempo, su propio
espacio. No cotejan, miran. No se desilusionan, miran. No conceptualizan,
miran.
Pero:
¿habrá que decidir entre el libro y el mundo? ¿Habrá que dejar el libro para
estar en el mundo? ¿Habrá que abandonar cualquier pretensión de mundo para
quedarse en el libro?
Abrir
un libro. Ese gesto tan ínfimo, tan mínimo, que su ausencia no se ve, que su
falta no parece ser. No abrir un libro pasa desapercibido, pasa a través de la
nadería, pasa y se va y ya casi no se recuerda.
VI
Antes,
mucho antes de hacer el gesto, de dar a leer, de dejar un libro, escucho la
temible y terrible afirmación. El niño no entiende, es inútil el gesto. Ser
niño supone no entender. ¿Los niños no entienden lo que hay un libro? ¿Que es
mejor que lean después, más tarde, más adelante, nunca?
“Pienso
en los libros. ¡Cómo entiendo ahora a los ‘estúpidos adultos’ que no dan a leer
a los niños sus libros de adultos! Hasta hace muy poco me indignaba su
suficiencia: ‘los niños no lo entienden’, ‘es pronto para los niños’, ‘cuando
crezcan lo descubrirán’. ¿Los niños no lo entienden? ¡Los niños entienden
demasiado!”. [10]
Ya
sé: me dirás que qué esos ojos no ven, que esos ojos no pueden ver. Eso
no cambia las cosas. No cambia el gesto. Cambia, apenas, el modo en que la
mano, siempre oculta, siempre casi ausente, dará a leer.
¿Que
esos oídos no escuchan, no pueden escuchar? Eso no cambia las cosas. Porque el
libro que se da a través de la mano que desaparece, es una mano que entonces
deberá enseñar, enseñará en señas.
¿Qué
ese cuerpo no se mueve, que está inmóvil? Eso no cambia las cosas. Habrá que
aproximarse, habrá que lograr que la mano tense un poco más su movimiento. Y
habrá que retirarla, tal vez, más rápido.
No
habrá que buscar excusas, porque el gesto es único pero no es uno solo. Habrá
que diseminar el gesto, mulitplicarlo no por sí mismo, sino por sus variedades,
sus variaciones: el gesto de la mano que escribe, el gesto de dar a leer, el
gesto de dejar leer, el gesto de leer, el gesto de abrir un libro.
Leer
es un gesto que apenas supone, a duras penas quisiera resucitar a los vivos.
¿El
gesto para qué?
Para
no olvidarse de lo humano.
Para
que lo humano no se niegue a lo humano.
Para
no olvidar que estamos vivos.
[4] Marina Tsvietáieva. Confesiones. Vivir en el fuego.
Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2008, pág. 437.
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