miércoles, 24 de julio de 2013

"Anna, en tres arrugas".


Casi al mismo tiempo en que mis abuelos emprendían su inevitable travesía hacia América, Anna era arrancada y arrastrada por una inválida y absurda proclamación de justicia hasta una oscura región de vientos, convulsos e interminables, en nombre de otro exilio: el exilio del cuerpo, el desgarro de quedarse a solas, sola de soledad impropia, el encierro de una voz pequeña que, entonces, sólo podría curvarse hacia dentro, hacia la patria del silencio, como única confesión posible.

Cuando supo que venían a buscarla, Anna dejó a su hijo de un año y siete meses al cuidado de su ama de llaves, miró hacia los lados para guardarse algunos pocos detalles –la lámpara todavía encendida, los libros con su lomo hacia dentro, los papeles que no pudo ocultar a tiempo-, bajó la cabeza casi hasta los pies –el abatimiento es eso: una espina dorsal ya sin huesos- y arrastró su caminar hacia la salida del hotel donde vivía.

Unos segundos cuyo peso era equivalente al paso de tres siglos de zares; unos segundos que la envejecieron como si se hubiera expuesto a una humillación definitiva; unos segundos metálicos, como de trescientas sesenta y cinco batidas ingrávidas del corazón, de setecientos treinta dolores de muelas, de mil cuatrocientas sesenta irritaciones truncas en el cerebro.

Los agentes que vienen a buscar gentes para llevarlas a prisión son todos iguales: más oscuros que la noche de un vejamen, más densos que la niebla, más indignos que el hambre, más necios aún que la justificación de su necedad. Hablan, pero no necesitan decir nada: su presencia es ya esa única frase que de algún modo el terror ha escuchado antes. 

Llegan a la cita con la puntualidad de la muerte, se ríen porque sienten placer por la infamia y la desgracia les es ajena. A veces llevan un papel doblado para dar formalidad a su atropello y fuman en las puertas de las casas como una muestra de su perversa masculinidad. 

Quienes vinieron a buscar a Anna eran exactamente así: crueles en el silencio, absurdamente recios, ocultando los ojos detrás de unas gafas baratas y sucias. Anna no los miró pero los recordó para siempre, como se recuerda al infausto autor de un genocidio, como se recuerda la causa de una  lágrima infinita, como nunca es posible olvidar la tormenta que desvía el alma hacia un resguardo vano.

¿Cómo se puede caminar hacia el sitio incógnito y absurdo del confinamiento, del hastío y de la inmundicia? ¿Qué orden es capaz de dar una mente exhausta a sus propios pies vencidos?

La tensión de esos pasos quedó para siempre marcada en la piel de la frente Anna; una frente hasta aquí sin pliegues y que ahora dejaba ver tres arrugas: la arruga del esposo asesinado, la arruga del hijo a quien no volvería a ver sino veinte años más tarde y la arruga para ella reservada. 

Tres arrugas como un alambre de púa, como una separación cortante, como la definitiva descomposición de una vida en tres irremediables pérdidas.

En agosto de 1937, tiempo después de haber pasado por abominables torturas, Anna escribió en el aire e inscribió en su memoria estos versos que sólo ahora conocemos:

“Bajo las cejas, espesas como arbustos /
brilla una mirada sombría /
Sobre la ancha frente, puentes de arrugas
como una sentencia de muerte”. 


1 comentario:

  1. ... Con este relato "Anna, en tres arrugas" ...puedo recrear mi imaginación... y luego tiemblo..

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