Casi al mismo
tiempo en que mis abuelos emprendían su inevitable travesía hacia América, Anna era arrancada
y arrastrada por una inválida y absurda proclamación de justicia hasta una oscura región de vientos, convulsos e interminables, en nombre de otro exilio: el
exilio del cuerpo, el desgarro de quedarse a solas, sola de soledad
impropia, el encierro de una voz pequeña que, entonces, sólo podría curvarse hacia dentro, hacia la patria del silencio, como única confesión posible.
Cuando supo que venían a buscarla, Anna dejó a su hijo de un año y siete meses al cuidado de su
ama de llaves, miró hacia los lados para guardarse algunos pocos detalles –la
lámpara todavía encendida, los libros con su lomo hacia dentro, los papeles que
no pudo ocultar a tiempo-, bajó la cabeza casi hasta los pies –el abatimiento es
eso: una espina dorsal ya sin huesos- y arrastró su caminar hacia la salida del hotel donde vivía.
Unos segundos cuyo
peso era equivalente al paso de tres siglos de zares; unos segundos que la
envejecieron como si se hubiera expuesto a una humillación definitiva; unos
segundos metálicos, como de trescientas sesenta y cinco batidas ingrávidas del corazón, de
setecientos treinta dolores de muelas, de mil cuatrocientas sesenta
irritaciones truncas en el cerebro.
Los agentes que
vienen a buscar gentes para llevarlas a prisión son todos iguales: más oscuros
que la noche de un vejamen, más densos que la niebla, más indignos que el
hambre, más necios aún que la justificación de su necedad. Hablan, pero no
necesitan decir nada: su presencia es ya esa única frase que de algún modo el terror ha
escuchado antes.
Llegan a la cita con la puntualidad de la muerte, se ríen porque sienten placer por la infamia y la desgracia les es ajena. A veces llevan un papel doblado para dar formalidad a su atropello y fuman en las puertas
de las casas como una muestra de su perversa masculinidad.
Quienes vinieron a
buscar a Anna eran exactamente así: crueles en el silencio, absurdamente recios, ocultando los ojos detrás de unas gafas baratas y sucias. Anna no los miró pero
los recordó para siempre, como se recuerda al infausto autor de un genocidio, como se recuerda la causa de una lágrima infinita, como nunca es posible olvidar la
tormenta que desvía el alma hacia un resguardo vano.
¿Cómo se puede caminar hacia el sitio incógnito y absurdo del confinamiento, del hastío y de la
inmundicia? ¿Qué orden es capaz de dar una mente exhausta a sus propios pies vencidos?
La tensión de
esos pasos quedó para siempre marcada en la piel de la frente Anna; una frente hasta aquí sin pliegues y que ahora dejaba ver tres arrugas: la arruga del esposo asesinado, la arruga
del hijo a quien no volvería a ver sino veinte años más tarde y la arruga para
ella reservada.
Tres arrugas como un alambre de púa, como una separación
cortante, como la definitiva descomposición de una vida en tres irremediables
pérdidas.
En agosto de 1937,
tiempo después de haber pasado por abominables torturas, Anna escribió en el
aire e inscribió en su memoria estos versos que sólo ahora
conocemos:
“Bajo las cejas, espesas como arbustos /
brilla una mirada sombría /
Sobre la ancha frente, puentes de arrugas/
como una sentencia de muerte”.
... Con este relato "Anna, en tres arrugas" ...puedo recrear mi imaginación... y luego tiemblo..
ResponderEliminar