La exuberancia y el desborde de cada identidad. El
deber de decir ‘yo soy’ y ‘aquí estoy yo’. Tener que sobreactuar la presencia y
la existencia. Deber ser algo en la vida. Anunciarse y enunciarse. Tener que
representarse y narrarse a cada minuto. Decir presente. Dar el presente.
Imperativos de la época: nada ni nadie puede abandonar el centro, quitarse,
replegarse, anonimarse. Nada ni nadie
puede asumir para sí invisibilidad, ni arrogarse algún derecho de no
pertenecer. Todos y todas en la celebración del nombre propio, a partir del
cual todo puede decirse, desdecirse y contradecirse.
Razón de la época: si no
se es nombre y apellido se es ninguno, se es nadie. Si no hay profesión,
actividad, posición, decisión,
ascensión, los demás comienzan con su impaciencia, su exigencia. Ley de la
época: no dejar a nadie en paz, hacer de lo común un embudo, un sendero
abismado por el vacío y las serpientes y los muchos consejos y las alimañas del
progreso. Espíritu de la época: mostrarse, hacerse ver, publicar, producir,
proceder, notarse, hablar. No hay espectador que desee, expectante, su
anonimato.
Sin embargo: anónimo puede ser otra cosa. No el que
no tiene nombre sino, quizá, quien no quisiera ser sometido al aquí y ahora. Ni
mediocre ni perezoso ni tímido. Ser anónimo habla de un pedido de silencio
hacia uno mismo y sin comentarios después. Habla de una posición indescifrable
para los que sólo perciben el mundo como arriba-abajo-medio, o dentro o fuera,
o centro-periferia. Habla, tal vez, de un deseo persistente de no ser
molestado, de no ser convocado, de no ser llamado, de no ser involucrado, de no
ser partícipe ni participante. Bartleby,
aquel personaje de la novela de Melville, también podría ser una ajustada
expresión del carácter anónimo. En su única expresión: “I would prefer not to” (“preferiría no hacerlo”), no sólo habita
lo cómico, lo literal, la indisposición, el abandono de la conversación, la
sospecha de demencia y la incomprensión de los demás, sino también un deseo de
retirarse, de no tener que hacer todo lo que le piden, de no responder siempre
con un sí, de no someterse a la repetición de una tarea siempre repetida,
siempre la misma.
El mundo ha estado y está repleto de anónimos
importantes, entre otros: el anónimo de Rávena (conocido, luego, bajo la
compilación de textos de un cosmógrafo cristiano del siglo III); el Gallus
Anonymus (cronista que influyó sobre la política de Polonia); más
recientemente, el nombre Anonymous
(una comunidad o subcultura de usuarios de Internet que realiza
atentados en la red). El anónimo es,
literalmente, ser sin nombre. Pero ser. Existencia. Por ejemplo: Anonyumus IV,
aquel estudiante inglés que cumplió tareas en la Catedral Notre Dame
en París, hacia 1270. Nadie sabe quien fue, nadie sabe su nombre, pero existen
sus escritos. Dio nombre a otros nombres, aún quedándose en el anonimato. Por
él se supo de la Escuela
de polifonía y de dos grandes compositores, Leonín y Perotín.
El anónimo es, literalmente, un ser sin identidad.
Pero con vida. Viviente. Por ejemplo: Michael K, aquel personaje de labio
leporino[2] que
construyó el escritor John Maxwell Coetzee, haciéndolo atravesar toda una
Sudáfrica en guerras con la única voluntad de esparcir las cenizas de su madre
y, enseguida, iniciar un viaje de ansiado anonimato. Michael K se esconde una y
mil veces y no logra cumplir con su deseo de no ser perturbado; prefiere no
conversar con nadie, pero es interrumpido por infinitas preguntas. Prefiere la
soledad, pero siempre hay alguien más, muchos más.
Es la metáfora de la
imposibilidad del quitarse, del preferir no estar y no poderlo, una pesadilla
interminable donde nadie parece dejarlo en paz. Es un nadie acribillado a
incógnitas que otros no pueden soportar para sí; es un sin nombre al que nadie
dejará de etiquetar insistentemente: “(…)
Quiero conocer tu historia –escribirá el médico de un internado-. Quiero saber por qué precisamente tú te has
visto envuelto en la guerra, una guerra en la que no tienes sitio. No eres un
soldado, Michael, eres una figura cómica, un payaso, un monigote (…) No podemos
hacer nada aquí para reeducarte (…) ¿Y para qué te vamos a reeducar? ¿Para trenzar
cestas? ¿Para cortar césped? Eres un insecto palo (…) ¿Por qué abandonaste los
matorrales, Michael? Ese era tu sitio. Deberías haberte quedado toda la vida
colgado de un arbusto insignificante, en un rincón tranquilo de un jardín
oscuro”. [3]
El desprecio por el anonimato de Michael K es
evidente. Como si el ser anónimo fuera sinónimo de radical fragilidad, de
desperdicio, de estiércol. Como si el anónimo no pudiera vivir entre los
nombres y debiera quitarse de la vista del mundo. Como si fuera imposible
enseñarle algo al anónimo. Anónimo que ya es considerado muerto y, a la vez, un
testigo insoportable de otros modos de existencia.
Será el mismo médico del internado quien encontrará el
modo de apreciar a Michael K. Una manera de hacer justicia con quien no
pretende transformarse, ni ser mejor ni peor, ni normal, ni nada: “Soy el único que ve en ti el alma singular
que eres (…) Te veo como un alma humana imposible de clasificar, un alma que ha
tenido la bendición de no ser contaminada por doctrinas ni por la historia, un
alma que nueve las alas en ese sarcófago rígido (…) Eres el último de tu
especie, un resto de épocas pasadas”.[4]
Quizá Michael K sea como otros seres singulares que
desean apenas susurrar, imaginar con austeridad otro tiempo y otro lugar
posibles. Seres que quieren ser dejados en paz, fuera de las cosas
innecesariamente necesarias de este mundo, sin ánimo de transmisión: “Mi madre fue aquella cuyas cenizas devolví
a este lugar (…) Mi padre fue el reglamento del dormitorio (…) Por eso está
bien que yo, que no tengo nada para transmitir, pase mi vida aquí, apartado de
todo”. [5]
Las cenizas, ya esparcidas, son anónimas. En una
tierra o en un océano anónimo. De un cuerpo anónimo que alguien, tal vez,
recordará o no.
Hay en el mundo quienes quieren apartarse, retirarse,
sin querer decir ni hacer nada. De eso se trata la virtud del anonimato; de
quererse anónimo. Y no de ser vueltos anónimos
por el vértigo insufrible de una permanente e inexpresiva necesidad de acción,
necesidad de enunciación, necesidad de estar, siempre, presente en el presente. De querer confrontarse,
incluso sin quererlo, al barullo reinante.
Con ese suave murmullo que proviene del silencio, el silencio que nunca se
sabrá si fue pronunciado, si dijo algo, si quiso decirnos algo.
[2] “Lo primero que advirtió la comadrona en
Michael K cuando lo ayudó a salir del vientre de su madre y entrar en el mundo
fue su labio leporino. El labio se enroscaba como un caracol, la aleta izquierda
de la nariz estaba entreabierta. Le ocultó el niño a la madre durante un
instante, abrió la boca diminuta con la punta de los dedos, y dio gracias al
ver el paladar completo. A la madre le dijo: -Debería alegrarse, traen suerte
al hogar” (John.Maxwell Coetzee. Vida
y época de Michael K. Barcelona: Literatura Mondadori, 2006, pág. 9).
[3] Ibídem, págs. 155-156.
[4] Ibídem, pág. 158.
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