(Publicado en Revista Laberintos, número 22, marzo-abril 2012).
(Fotografía: Iván Castiblanco Ramirez).
"Un día, también habré dejado de sentir el leve pesar que esto me causa, e incluso habré olvidado lo que fue el asomo de un recuerdo. Y creo que es eso lo que me atemoriza. No hay nada más horrible que el olvido" (Marlen Haushofer).
Nada hay de más horrible que el olvido escribe Haushofer, la escritora austríaca fallecida en 1970 que, como tantos otros escritores sufrió de esa falta de compañía de lectores al mismo tiempo que escribía. Y es que la memoria contiene, como dice Antonio Gamoneda, recuerdos y olvidos –jamás en partes iguales-. ¿Qué y porqué permanece o se diluye o se pierde de lo escrito y lo leído?
Hay veces que las palabras son destruidas por las desapariciones o por la indiferencia o incluso por la propia decisión de quien escribe. Ser un lector tendrá que ver con sostener lo que otros han escrito: darle tiempo, lugar, respiración. Y si bien el tiempo hace estragos, es en el presente, en éste presente, donde todavía puede haber vida para la escritura de los otros.
Los argumentos del futuro de la lectura se han desvanecido o ya no existen. La promesa de que la lectura nos hará mejor –en el sentido más oscuro de lo “mejor”- parece no tomar cuerpo en ningún cuerpo. Y es que sólo cuando se lee, en ese preciso instante en que las hojas permanecen tensas y temblorosas, en el durante de la lectura, es cuando aún hay vida.
René Char destruyó los 153 ejemplares de su poemario ‘Las campanas sobre el corazón’. Al pensar en la poesía sentía que el poeta estaba en medio de una maldición, teniendo que asumir peligros perpetuos y rechazando lo que otros aceptan con los ojos cerrados. La cuestión de la escritura, de la lectura y la memoria no es un problema técnico, ni siquiera un problema de saber: se trata de un dilema quizá moral. Sé que esta última palabra parece desusada, anacrónica, casi la última sobreviviente de un humanismo en extinción. Pero justamente es ella la que marca, la que define, la que incorpora esa relación tan íntima de quien escribe con su escritura. Hablo aquí de una “moral” corpórea, que no se resuelve apenas con el ejercicio o con la práctica, que no tiene que ver sólo con las formas en que hoy se resuelven o se discuten las grandes cuestiones de lo humano.
Importa, y mucho, eso que llamamos “transmisión”, “enseñar”, “dar lo que se tiene e incluso lo que no se tiene”. Ponerse en esa posición, asumirla como destino y como existencia, no es apenas sugerir lecturas, mostrar escrituras, conversar sobre literatura, contar algunas biografías, esbozar mejores o peores didácticas. Entablamos una relación cuerpo a cuerpo con otros donde la escritura y la lectura, de modos diferentes, componen aquello que en educación no es sino una “tercera cosa”, tal vez la más sustancial: no se trata tanto de quiénes somos nosotros, de cuáles son nuestras cualidades personales, sino lo que podemos hacer en común, en comunión. La raíz latina de enseñar tiene que ver con “darle algo a alguien que no lo posee”. Sin embargo, mal haríamos en ver al otro como un desposeído, como un carente, como un ser anulado en su supuesta no-posesión.
Creo que se trata de un gesto: el de dar a leer, de dar a escribir, de dar la lectura. Y para ello habría que ponerse a pensar tanto en lo que está disponible como en aquello que ya no está. Recuperar las palabras perdidas, pisoteadas, abandonadas a su propia suerte, desestimadas en nombre del progreso, de la razón; esas palabras, esos textos, que el tiempo ha querido borrar, disimular, abandonar, olvidar. Se trata del lenguaje y la memoria, pero también se trata de la pérdida del lenguaje y de la memoria. Y de las posibilidades de restitución, de recuperar algo de aquello que alguna vez fue nuestro. De intentar dar a quien padece el recuerdo de su propia lengua ahora casi perdida. A mí me ha tocado estar con adultos y con niños que o han perdido su lenguaje o nunca lo han conquistado o que utilizan una lengua que otros subestiman y desprecian. Quizá por eso la posición frente a la lectura, la escritura y la memoria tendrá más que ver con las singularidad que con lo universal.
Por ejemplo: Pedro tenía casi 70 años, había sido militante político hasta que un accidente cerebro-vascular lo dejó impotente, humillado, en el límite mismo de la desesperación. Sólo podía decir la palabra “caballo”, sin siquiera poder gesticular un “si” o un “no”. Su mirada estaba siempre humedecida, como si sus ojos revelaran pura fragilidad. Yo le leía los diarios, creía que le haría bien escuchar las noticias, los vaivenes de la política. Pero era eso justamente lo que él no quería. Escuchar, sin poder decir nada, era una soga al cuello cada vez más tensa. Su primer “no” fue hacia mi lectura y su primera indicación fue hacia su biblioteca. Me acerqué a sus libros y comencé a tomar uno por uno, mostrándoselos. Hasta que advertí algo nuevo en su rostro con uno de ellos. Era Tolstoi. Eso quería que le leyera. Su Tolstoi. Y así estuvimos hasta poco antes de su muerte. No habló nunca durante las lecturas, pero asumió una posición casi definitiva de serenidad, de reposo: una calma casi de infancia.
Juana Castro escribió un libro de poemas inquietante: ‘Los cuerpos oscuros’, una escritura que nombra las demencias. Hay un poema en particular que me conmueve, que nos pone de frente al abismo de lo trágico. Se llama “Los encerrados”; transcribo un fragmento:
Los atrancados. Los encerrados vivos.
Oscurecidos, aherrojados en el último cuerpo
de la casa, se consumen y hablan.
Corre la muerte afuera.
Hablan con el televisor y con sus muertos.
Olvidan los plazos del futuro
igual que olvidan hoy
qué cosas les dolieron ayer tarde.
No abren las ventanas
porque no entren el sol ni los ladrones,
y el cielo está techado de uralita,
y no quieren saber a cuántos años
se murieron su madre ni su padre.
Por olvidar, olvidan enfadarse, se tragan
las horas, el caldo, las pastillas, y arrastran
su nombre y sus dos pies como un misterio.
Y leen y releen, una vez y otra vez,
tercos como funambulistas,
la cuenta de la luz, el testamento,
la invitación de boda de una sobrina nieta (…).
Entre todas las razones del escribir y del leer, ciertas o inciertas, útiles o inútiles, posibles o imposibles, aquellas que tienen que ver con los cuerpos deshechos, destruidos, desaparecidos, conmueven particularmente: recordar lo perdido, lo cruelmente abandonado, lo que se extingue y desaparece; poner de relieve lo que parece hundirse; escribir con la mirada de Pedro, a partir de su infinito abismo y de su desmesurada calma final. Donde lo que permanece tal vez no sea el lenguaje, pero sí cierta musicalidad, como escribió de un modo sobrecogedor Tomas Transtömer:
Entonces llega el derrame cerebral: parálisis en el lado derecho
con afasia, solo comprende frases cortas,
dice palabras inadecuadas.
Así no alcanzan ni el ascenso ni la condena.
Pero la música permanece, sigue componiendo en su propio
estilo.
Enseñar, indicar, mostrar la finitud, tocar la imposibilidad, balbucear, también es educar. Sobre todo no ser complacientes ni indiferentes. Como esa escritura que se rebela y se retuerce para seguir andando. Deseando que algún día alguien la lea.
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