martes, 30 de julio de 2013

"Anna, en dos amores".



(Anna Lárina). 
(Nikolái Bujarin). 


Todos los días, a las siete de la tarde, había reunión en la casa del padre de Anna. Comenzaba el bullicio un poco más temprano, cuando Nicolás se adelantaba al resto del grupo para iniciar la conversación y, de paso, mirar de reojo a Anna, mirarla desde unos ojos lejos, mirarla sin ser mirado.

La diferencia de edad era tan sideral que nunca se veían juntos en ninguna escena: demasiada distancia de vestimenta, de gestos, de tonos de voz, de luminosidad, de humedad, incluso de gravedad.  Sería imposible reunirlos en una misma mirada; nadie, ninguno, nunca, los relacionaba.

Sin embargo, no cabía la menor duda que allí ocurría una tensión, el destello de un  relámpago, el vértigo que provocan esas sensaciones de lo común, de una distancia que es apego, aunque no lo parezca, aunque se suponga imposible, aunque no tenga más remedio.

Cuando su padre hablaba, el silencio era definitivo y se exigía agudeza de oídos y templanza para percibir los matices y los laberintos de su palabra. Era uno de esos hombres que estaba al corriente de todo, con los pies enterrados en su propia época y su lectura que llegaba hasta los extremos difusos del origen de los tiempos. 

Leía demasiado aunque para él eso nunca era suficiente.

El padre de Anna leía como quien mira a través de una ventana durante horas; leía como acariciando la travesía emprendida por quienes ya habían escrito. Por eso escucharlo era adherirse al aire de una biblioteca, recostarse en el pecho de la historia, tocar el fuego de lo pensado.

Sufría desde hace tiempo una hemiplejía que le impedía moverse con soltura, sus labios estaban casi atados a la boca y su voz era monótona, directa, sin  rodeos ni encrucijadas. Cuando hablaba convencía, sin la necesidad de artificios del movimiento o de estudiadas pausas.  

Solo cuando terminaba de hablar –quizá por el cansancio, quizá por una debilidad última- el resto de los hombres revelaba su postura. Los tonos de la conversación subían y bajaban según lo escarpado del tema.

Anna los escuchaba desde la cocina como si se tratase de una radio  encendida. Anna aún no prestaba atención a lo que decían: economías, geografías, políticas, obreros, industrias, todo eran para ella un lenguaje extranjero, desconocido. 

Sin embargo cuando hablaba Nicolás, Anna entrecerraba sus ojos, dejaba de lado la costura o la cocina, atesoraba cada sonido y comenzaba a recordarlos uno por uno.

No eran tanto las palabras –ellas, tan dispuestas siempre en fila- sino el modo en que entraban en su cuerpo, la forma en que la recorrían verticalmente.  Un deslumbramiento diferente al que sentía por su padre, una lumbre carnal y más viva. Esa voz le duraba hasta que Nicolás volvía, como si nunca se hubiera ausentado, como si nunca se hubiera ido.

Demoró interminables tardes de soledad para darse cuenta que el amor no  siempre se presenta como es debido.

Demoró infinitas noches de intranquilidad hasta comprender que Nicolás y el amor se reunían en ella como la única palabra con sonido.


Demoró el hartazgo de doscientas mañanas hasta entender que el amor no se  espera. Que el amor no se busca. Que el amor no está fuera. Que el amor no viene. Que el amor sobreviene. Que el amor de toda una vida no llega: que estaba allí, desde antes. 

Incluso desde cuando no lo sabía.

1 comentario:

  1. Que el amor no está afuera, ni adentro, que no se busca, porque buscarlo significaría saber que está en algún lugar, si no se trata de espacio, se tratará de tiempo? Me es difícil pensar el tiempo sin espacio, aunque ahora que sé que nuestra galaxia está en un extremo del espiral de un universo que no comprendo, el tiempo se me hace eternidad y entonces el amor sonríe...

    ResponderEliminar