(Anna Lárina). |
(Nikolái Bujarin). |
Todos los días, a
las siete de la tarde, había reunión en la casa del padre de Anna. Comenzaba el
bullicio un poco más temprano, cuando Nicolás se adelantaba al resto del grupo
para iniciar la conversación y, de paso, mirar de reojo a Anna, mirarla desde unos ojos lejos, mirarla sin ser
mirado.
La diferencia de
edad era tan sideral que nunca se veían juntos en ninguna escena: demasiada
distancia de vestimenta, de gestos, de tonos de voz, de luminosidad, de
humedad, incluso de gravedad. Sería
imposible reunirlos en una misma mirada; nadie, ninguno, nunca, los relacionaba.
Sin embargo, no
cabía la menor duda que allí ocurría una tensión, el destello de un relámpago, el vértigo que provocan esas sensaciones de lo común, de una distancia que es apego, aunque no lo parezca, aunque se suponga imposible, aunque no tenga más remedio.
Cuando su padre
hablaba, el silencio era definitivo y se exigía agudeza de oídos y templanza
para percibir los matices y los laberintos de su palabra. Era uno de esos
hombres que estaba al corriente de todo, con los pies enterrados en su propia
época y su lectura que llegaba hasta los extremos difusos del origen de los tiempos.
Leía
demasiado aunque para él eso nunca era suficiente.
El padre de Anna
leía como quien mira a través de una ventana durante horas; leía como acariciando la travesía emprendida por quienes
ya habían escrito. Por eso escucharlo era adherirse al aire de una biblioteca,
recostarse en el pecho de la historia, tocar el fuego de lo pensado.
Sufría desde hace
tiempo una hemiplejía que le impedía moverse con soltura, sus labios estaban
casi atados a la boca y su voz era monótona, directa, sin rodeos ni encrucijadas. Cuando hablaba
convencía, sin la necesidad de artificios del movimiento o de estudiadas
pausas.
Solo cuando
terminaba de hablar –quizá por el cansancio, quizá por una debilidad última- el
resto de los hombres revelaba su postura. Los tonos de la conversación subían y
bajaban según lo escarpado del tema.
Anna los escuchaba
desde la cocina como si se tratase de una radio encendida. Anna aún no prestaba atención a lo
que decían: economías, geografías, políticas, obreros, industrias, todo eran
para ella un lenguaje extranjero, desconocido.
Sin embargo cuando hablaba
Nicolás, Anna entrecerraba sus ojos, dejaba de lado la costura o la cocina,
atesoraba cada sonido y comenzaba a recordarlos uno por uno.
No eran tanto las
palabras –ellas, tan dispuestas siempre en fila- sino el modo en que entraban
en su cuerpo, la forma en que la recorrían verticalmente. Un deslumbramiento diferente al que sentía
por su padre, una lumbre carnal y más viva. Esa voz le duraba hasta que Nicolás
volvía, como si nunca se hubiera ausentado, como si nunca se hubiera ido.
Demoró
interminables tardes de soledad para darse cuenta que el amor no siempre se presenta como es debido.
Demoró infinitas
noches de intranquilidad hasta comprender que Nicolás y el amor se reunían en
ella como la única palabra con sonido.
Demoró el hartazgo
de doscientas mañanas hasta entender que el amor no se espera. Que el amor no se busca. Que el amor
no está fuera. Que el amor no viene. Que el amor sobreviene. Que el amor de toda
una vida no llega: que estaba allí, desde antes.
Incluso desde cuando no lo sabía.
Que el amor no está afuera, ni adentro, que no se busca, porque buscarlo significaría saber que está en algún lugar, si no se trata de espacio, se tratará de tiempo? Me es difícil pensar el tiempo sin espacio, aunque ahora que sé que nuestra galaxia está en un extremo del espiral de un universo que no comprendo, el tiempo se me hace eternidad y entonces el amor sonríe...
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