(Publicado en Errancia, Revista de Psicoanálisis, Teoría Crítica y Cultura, México, junio de 2013: http://www.iztacala.unam.mx/errancia/v6/caidal_1.html).
I- En una librería de un aeropuerto busco algún libro de bolsillo que pudiese durar lo que dura un breve viaje. Me sorprendo al encontrar una versión desteñida de India Song de Marguerite Duras y, entre sus páginas, un billete de ingreso a la casa-museo de León Trotsky en la Ciudad de México. Al acercarme, la vendedora de ojos distraídos me dice que el libro no tiene precio, que no está siquiera registrado, que ese libro no existe. Insisto en comprarlo y de común acuerdo lleva el libro a la sección de objetos perdidos para que, luego de una breve espera, yo lo reclame como su legítimo dueño. Durante el viaje no dejo de pensar en ese lector o lectora que por alguna razón abandonó al mismo tiempo a Duras y, quizá, su pasado trotskista en una librería pequeña de un aeropuerto perdido. Pienso en ese inmenso apego que tengo por las historias de desconocidos. Pienso en mí como un desconocido. Pienso en todo aquello que desconozco y que, en cierto modo, le da sentido a la vida.
II- Lo más extraño era que no sabía qué buscaba, ni si en verdad buscaba. Lo más absurdo era que pensaba y no hacía más que repetir lo ya sabido. Lo más impúdico era que hablaba y, así, impedía que otros hablasen. Lo más conmovedor sobrevino con una simple distracción: encontré mis hallazgos en medio de conversaciones ajenas.
III- Hablar con desconocidos significa no saber el mundo de antemano, no conocerlo jamás, sentirse trozos de una pieza irremediablemente descompuesta, mirar la inmensidad como si nunca dejásemos de ser niños en estado de niñez. Un desconocido trae una voz nueva, una irrupción que puede cambiar el pulso de la tierra, un gesto que nos hace torcer lo ya sabido, una palabra antes ignorada. Y se trata de escuchar, no de estar de acuerdo. Estar o no de acuerdo con algo que no pensábamos o no mirábamos antes carece de todo interés. Lo que vale la pena es asumir la desnudez extrema de un sueño que aún no ha nacido.
IV- Un desconocido hizo que hablara, que le contara incluso aquello que yo no sabía, que yo no podía, que yo no tenía. Algo parecido ocurrió con él: apenas abrí mis ojos sobrevino casi su vida entera. Hablamos del mundo y de la vida, que no es lo mismo; hablamos de la belleza que esperamos y de los monstruos que nos aguardan; hablamos hasta tocar el borde de lo inconfesable. Tal vez a esto pueda llamársele conversar: dos personas que jamás se han visto ni previsto, pasan un tiempo conversando dentro de un mar de palabras inciertas, sin más rumbo que la extraña inmensidad de la deriva.
V- Es sólo escuchar. Como si no hubiera más que un lenguaje que nunca es tuyo, hecho de fragmentos que no se poseen. Como si por un instante lo ajeno se volviera próximo y lo próximo, prójimo. Como si dejaras tus oídos en medio del camino y prescindieras de cada palabra conocida. Como si cada desconocido encarnase la posibilidad de una verdad.
VI- Escuchar no es un gesto de estos tiempos: los conocidos hablan para conseguir adeptos, para entronizarse, para despotricar, para decir todo aquello que ya no es necesario oír. Hablan para que otros escuchen, sí, pero piden demasiado a cambio: una presencia que no pestañee siquiera, un perfil difuso de una vida que se piensa inexistente. Así, un cuerpo no le habla a otro cuerpo sino a una silueta del todo ensombrecida. Un hombre o una mujer hablan; un hombre o una mujer escuchan: esto ya no es suficiente.
VII- De todas las preguntas que pudiésemos hacernos, aquella de: ¿quién soy? es la más breve y la menos conmovedora. Sé que no soy ese hombre que arrastra su paso como yo nunca lo haría, ni esa mujer que enseña un mar que yo nunca vi, ni ese niño que mira como si entre ojos tuviera una nube que yo nunca tuve, ni esa anciana que al pensar se entristece por recuerdos que yo jamás viví. Pero también sé que todos ellos me componen: soy hombres, mujeres, niños y ancianos que no soy. Estoy hecho de desconocidos que me hablan sin hablarme. Y que, cuando yo hablo, no se sueltan de mi voz.
VIII- Cada cosa que no comprendemos se incorpora a un extraño repertorio de desórdenes que jamás se aliviarán. Sin embargo, el desconcierto es más vital que la parsimonia y la indecisión tiene muchas más voces que la verdad. La vida está hecha de todo lo que ya sabemos y nos confina al parco movimiento diario. Hay otra vida aún: la de todo lo ignorado que nos convida a danzar.
IX- La vida también es un relato de todo lo que no sucede: la lluvia que no llega, la planicie quieta del alma, los sonidos que no componen palabra alguna, cada uno de los misterios que jamás develaremos. Aquello que somos se reparte entre lo muy visible y lo demasiado secreto. También lo que nadie ve, lo que no está dirigido a nadie, lo que no está expuesto, nos hace quienes somos. El relato de nuestra vida está hecho de una ausencia completamente nuestra.
X- El desconocimiento no es una bestia errática que amenaza una violencia por venir. Es el espacio sin límites donde lo extraño inicia su frágil conversación. Pero la cercanía suele ser lo contrario de conocer: los ojos no miran y juzgan. Y juzgar es cazar a una presa demasiado próxima, demasiado débil. Es necesaria la distancia para conversar de a dos. Y es esencial la extrañeza para poder salvarnos los unos a los otros.
XI- Una buena parte de las conversaciones deriva inevitablemente hacia la amargura. Como si las palabras precedentes no fueran más que una larga preparación para merodear por el vacío y tocar los bordes últimos del abismo. Una conversación breve guarda la liviandad de los cielos: lo intangible nos distrae con la ingravidez de las nubes y la luminosidad extendida de la madrugada. Pero a poco que los ojos se abren hacia dentro y los labios ya no murmuran solos es otra la densidad, otra la gravedad y otro el desconsuelo. Sostener una conversación es notar como la propia vida se diluye, cae, tiene fondo y, en fin, respira. Toda conversación es cómplice de una sombría belleza y enemiga de su repetido desencuentro.
XII- Confesarse delante de un desconocido es darle un sitio en el mundo. Es permitirle que se calle y pueda apaciguarse. Es provocarle una detención que por sí mismo quizá no logre nunca. Es ofrecerle secretos que jamás tuvo.
XIII- El mundo se compone y descompone por una totalidad incompleta, que nada ni nadie completará. Al abrir los ojos hay hormigas y ciegos, niños y relámpagos, indiferencia y suicidio. Pero no hay métrica, ni composición: existen los desvaríos así como las líneas rectas, los estómagos y las azucenas, las radiografías y el atardecer, la revuelta y lo revulsivo. Hay un desfiladero de pies y manos donde se mezcla lo siniestro con lo bello, lo quieto con lo absurdo, la tempestad con el vacío. La única decisión posible es la de los ojos: ¿hacia donde mirar? ¿Cómo hacerlo? ¿Mirar con compasión, con aturdimiento, con complacencia, con rebeldía? Lo que existe –mucho o poco, temprano o tarde, cerca o lejos- apenas pide un segundo de imposible transparencia
XIV- Dos desconocidos que se miran durante siete horas no forman parte del plan inicial del universo. Tampoco que los niños pasen un día entero mirando nada o todo por la ventana o que los abuelos se sienten en el umbral de las casas a detener el paso de la tarde. Toda la eficacia del universo acaba cuando un hombre que va al trabajo se detiene para atar los cordones de sus zapatos y no lo logra. Una mujer que lee un libro de memorias de otra mujer: este es el mayor peligro para la máquina impiadosa del mundo.
XV- Nada que pueda pensarse deja de ser impensable tiempo después. Quienes ya saben están amarrados a una cosa que desea moverse todo el tiempo. No se dan cuenta que es lo otro lo que nos lleva a rastras: un perro pasea a su dueño, una mesa recibe a los comensales, un pez exánime nos habla del agua impura, la noche nos hace vulnerables. Y algún libro –es decir: algún amigo- nos da las palabras que nunca tuvimos.
XVI- El principio de un encuentro está marcado por la luz: o demasiada claridad o absoluto oscuro. Luego, el lenguaje es como un párpado que aprende rápido de sus movimientos. Más tarde habrá la sabiduría de un secreto que no se confesará jamás. Finalmente todo regresa a su punto de partida, adonde nada permanece igual. Y es que nunca hay tanta luz para caminar con quien se va, como para acompañar a quien se queda.
XVII- ¿Te has dado cuenta que los niños ya no son atolondrados, ni curiosos, ni siquiera niños? ¿Que los paisajes se han escondido detrás de las espaldas? ¿Que las palabras se alejan de los cuerpos como si fueran laberinto intransitable o una distancia aguda trazada por el filo de una espada? ¿Que todo está visible y cada vez comprendemos menos? ¿Que ya nadie se arrepiente ni siente la voz de su mirada? ¿Que hay más de dos muertes por cada nacimiento? ¿Que la risa procede de la burla y no de las entrañas? ¿Que el amor es ley pero ya no desorden de las almas? ¿Que a menos que me hables a los ojos no podré decirte nada cierto?
XVIII- Hasta hace no demasiado tiempo lo humano era la incógnita de lo humano. Lo desconocido provocaba pasión y miedo y eso mismo era la vida. Cada quien hacía lo que bien pudiera: amaba con partes distintas de su cuerpo, soñaba con otro tiempo en otro sitio, miraba lejos y pensaba cerca, reclamaba para sí lo que aún no era de nadie ni todavía existía. Había quienes nada podían, es cierto. Y también quienes todo lo podían y duraban una ráfaga. Si es verdad, como se dice, que los tiempos han cambiado y que ya nada es como era, será porque el mundo está repleto de especialistas y porque la incógnita parece estar vacía.
XIX- A los niños se les prohíbe hablar con desconocidos –como a habitar el ancho de las calles, jugar con desmesura, hablar demasiado alto, indagar sobre lo que está a más de un metro de distancia-. A ello contribuyen, sobre todo, los mitos salvajes de lo extraño, la temerosa idea del peligro y todas las pantallas encendidas. Un niño que no puede hablar con desconocidos es ya una estirpe cerrada, una guerra en ciernes, el ocultamiento del mundo; en fin: una posible ternura menos.
XX- No somos. Solo pasamos. Apenas si husmeamos la montaña, desandamos el mar y reposamos junto a otros cuerpos que tampoco son. Escuchar el viento es uno de los ritmos de la vida, como lo es el tocar con cuidado el caparazón de algo que aún no ha nacido. No somos, pero existimos. Y existimos porque hay alguien más que vendrá al mundo y tal vez retome, con su propia voz, alguna palabra de nuestro relato perdido.
XXI- Aquello que hay alrededor suele estar envuelto por la sed de ser mirado. La distancia hace que un árbol se encuentre de pronto con un ojo o que el azar de la vista recorra buena parte de la tierra junto a un pájaro. Habría que ir detrás de una mirada desconocida y percibir lo que ocurre en ese instante: todo movimiento revela a ciegas su pasado, los gestos son acentuaciones del habla, un rostro muestra la proximidad o la lejanía de su infancia, las palabras se conjugan a la vez con peso grave o presencia liviana. Cada mirada que no es nuestra desmiente la razón del universo y abre con furiosa ternura sus confines.
XXII- Que dos desconocidos puedan encontrarse depende mucho más de gestos imperceptibles que de las leyes o de las trampas del universo. Depende, más bien, de una ignorancia del todo peculiar y estremecedora: una repentina irrupción de desconocida procedencia.
XXIII- Somos cualquiera. Y este es nuestro mayor atributo, si no el único. Desconocidos que desconocemos: por ello nos parecemos a los niños y a los ancianos que merodean por lo indefinido y no se encuentran; por ello nos repugna que cualquiera sea tirano y, cualquiera, cuerpo en padecimiento; por ello sentimos el estupor de la miseria y la conmoción por las pérdidas incluso leves; por ello somos pares de lo impar; por ello nos hace falta lo que todavía ignoramos. Y por eso amamos: no para comprender, no para eludir la soledad, no para que repitan nuestro torpe nombre, ni siquiera para ser definitivos. Amamos para reposar de tanta afirmación, de tanta mirada voraz, de tanta pulcritud y tanto encierro. Amamos para encontrarnos con desconocidos. Cualesquiera, quienes quieran, sean.
XXIV- Hablan solos. A veces se los ve a un costado del sol o frente a los árboles o encima de la luna junto a todos los perros. Hablan solos, pero dicen algo, dicen algo a alguien: a su propia infancia, a sus padres también huérfanos, a un fragmento aún lúcido de ellos mismos. Hablan solos porque necesitan decir lo mismo, sin importar que otros ya no quieran escucharlos. Hablan solos para sostener los párpados de quienes ya se han muerto. Para que el frío pueda ser rebatido con sus palabras. Para que el amor no los vuelva a dejar en el umbral aciago de la penumbra. Hablan solos porque una conversación trunca les persigue desde siempre.
XXV- Un hombre saluda a otro hombre en una esquina desconocida para ambos. Uno de ellos se queda varias semanas pensando en el otro hombre, hasta que se da cuenta que se trataba, en verdad, de un total desconocido. Decidió, pues, olvidarlo, sin dejar de reconocer lo esencial que resulta, a veces, haber conocido a un desconocido.
(Fotografías: Iván Castiblanco Ramirez).
Maravilloso, no encuentro otra palabra que la tan usada "Gracias" por este regalo hecho Blog. nieves.
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