"VOZ APENAS", por Fernando Bárcena.

NO SE VIVE IMPUNEMENTE, por Fernando Bárcena. 


(Fotografía: Iván Castiblanco Ramirez). 


Escribir tendrá que ver
con algo que no ocurre
ni ocurrirá jamás.


No sé cómo he podido atreverme. Ignoro la razón de mi osadía. Dije que sí. A la primera. No estoy alardeando de un gesto valiente. Ni pretendo probar nada. No soy poeta, y sin embargo no puedo dejar de hundirme en el aprendizaje que el poema me brinda, aunque mi torpeza me impida aprender lo que debo. Aprendiz lento e inquieto; eso es lo que soy. 

Le dije a Carlos Skliar que sí, que lo haría. Que escribiría estas líneas para hilos después. Sus hilos son diminutos, minúsculos, aunque algunos de sus poemas sean largos. Y no llevan mayúsculas: hilos después. He leído sus poemas. Deprisa. Despacio. Los he releído. Los he entendido a medias. A veces los entendía a la primera. Otras veces casi nunca. Pensaba: ¿Y si transformamos este poema en un micro-ensayo poético? Por ejemplo este: 

En el mundo queda sólo una mueca

El rostro senil de una palabra
Que todavía no ha comenzado
Y no puede terminar
Porque no encuentra lugar 
O detención
O sombra

Lo demás fue vendido dilapidado
O apenas ignorado descuidado olvidado
 [...]

Léanlo entero. Inténtenlo. ¿Qué queda del mundo que nos dejaron, qué decir sino esto?: Persisten inútiles tesoros encontrados / por el husmear errático de un ciego / Y en medio / hay hileras de huesos denigrados / hay siglos confinados al hartazgo / Y hay la muerte / que es primera víctima / víctima voraz / de su inhóspita mirada. 

Mientras escribo estas líneas, me contengo. Escribo y me paro. Escucho el preludio y el intermezzo de Cavalleria Rusticana, de Pietro Mascagni. Por supuesto, el libreto de esta ópera de un solo acto nos habla de amores imposibles, de duelos y de muerte. Hilos rotos. Hilos que se habían frágilmente anudado en un tiempo-otro, antes de un guerra o de una batalla: el amor de Turiddu por Lola antes de hacerse soldado; y después el desgarro, las traiciones, el duelo, la muerte de Turiddu, que caerá derrotado en un duelo contra su rival Alfio: hanno ammazzato compare Turiddu, dice en un grito desgarrado una mujer. Hilos rotos. Y entonces leo a Carlos en su primer poema: 

¿Podrá el tiempo perdonar
Lo infinito de su ausencia
Amar sin énfasis sin acento
Ser extraño extranjero al rumor
De esa boca seca que está que es
En medio de su cuerpo?

¿Cómo puede el viento nombrar la falta de calma, él que siempre susurra? Este poema me conmueve. Es el comienzo: ¿Puede el hombre imaginar el revés de lo humano, el hábito inferir la escasez de alegoría? El olvido simular lo inexacto de su infancia...Y ese final: ¿Podrá la amargura / dejar de ser olvido necio de muerte / y ser apenas segundo insustancial / grito enrarecido equivocado / insensata palidez de la agonía?

El poemario de Carlos Skliar está repleto de sugerencias sobre el modo de sentirse vivo en un mundo que no acabamos de entender, pero que es el nuestro, de intuiciones poéticas que va trenzando con los hilos de sus versos, esos hilos después: enigmática frase. La promesas incumplidas, la imposible redención, nuestra falta de atención, que nos impide comprobar la grandeza de lo pequeño, porque todo comienza en cualquier cualquiera. Lo poético nos brinda esa ventaja: poder caer en la cuenta, prestar atención a lo pequeño, singularizar la experiencia de lo otro, de esas alteridades que sólo somos capaces ya de vivir igualitariamente, sin riesgo ni atrevimiento, sin ponernos al borde de las lágrimas, como decía en uno de sus aforismos poéticos René Char. Está también la crítica a lo que hay, de la pastosa realidad y de su absolutismo, con una mezcla de melancolía y pudorosa esperanza: Sí que sería posible / deshacer la vanidad / que implora / ser virtud / de rostro infinito /Destrozar un dolor / que no recuerde / su hendidura precedente.

Estos hilos después quizá sean una duda pero también un anhelo: una duda acerca de lo que es posible aprender por una vía directa, y anhelo de encontrar la vida que se esconde debajo de lo que vivimos. En uno de sus poemas finales -el número 64- dice Carlos: 


Qué se aprende de la muerte
Que

Si nadie sabe morir

Y si sabiendo morir

Ya nadie puede vivir.

Tal vez, más allá del poema escrito en su absoluta singularidad y estilo propio -el del poeta Carlos Skliar- lo que importa ahora es pensar lo que lo poético añade, lo que lo poético nos trae y absorve. Y yo creo que lo poético es una grieta. La grieta que mira hacia lo imposible. Carlos lo dice así: Escribir tendrá que ver / con algo que no ocurre / ni ocurrirá jamás. Y Roberto Juarroz lo dijo de este modo: «La poesía es una visionaria y arriesgada tentativa de acceder a un espacio que ha desvelado y angustiado siempre al hombre: el espacio de lo imposible, que a veces parece también el espacio de lo indecible.»  Una grieta en lo real, en lo ya establecido y en cierto modo absolutizado, una grieta o un abismo donde sólo cabe responder a lo que viene como acontecimiento. Llamada y respuesta, ¿no es acaso esto el juego poético? Allí donde las normas, las reglas, las determinaciones jurídicas o de otro tipo fracasan, acaso no cabe sino responder a una situación poéticamente. Crearse, inventarse de nuevo poéticamente. 

Lo poético alude, entonces, a una dimensión particular de la creación que se da únicamente allí donde todas las posibilidades discursivas anteriores ya han fracasado. Antes y después de un acontecimiento puede haber normas, reglas, incluso es posible que deberes que atender. Pero allí, en ese tipo de situaciones que nos tocan, que nos con-mueven, que nos agrietan, sólo es posible lo imposible: prestar atención, caer en la cuenta, hacernos presentes, en lo que somos, en lo que hacemos, en lo que decidimos, en lo que comenzamos o allí donde no tenemos más remedio que despedirnos, aprender a concluir. Por eso la escritura poética no entraña un signo autocomplaciente de victoria, sino más bien una especie de celebración de la derrota, la enunciación de un desastre.


Esta escritura derrotada tiene, quizá, profundas resonancias blanchotianas. Dice Blanchot: «Cuando todo está dicho, lo que queda por decir es el desastre, ruina del habla, desfallecimiento por la escritura, rumor que murmura: lo que queda sin sobra (lo fragmentario)». Para Blanchot, el desastre es algo así como una metáfora de tiempos caracterizados por la contradicción, la violencia, la confusión, tal vez la incertidumbre y la contingencia, aspectos que Carlos Skliar nombra a lo largo de este libro de poemas. Tiempos caracterizados por la desaparición del nombre propio, el desvanecimiento de las referencias y la desaparición de las identificaciones. Y sin embargo, el desastre no puede ser teorizado; sólo podemos evocarlo mediante una forma que reproduzca su propia incoherencia, mediante una forma que  muestre lo fragmentario, lo asistemático. El desastre impone la soberanía de lo accidental, es decir, el dominio del azar. 

¿Cómo nombrar el azar, el desastre, la derrota? Creo que nombramos todo esto desde un pensar poético, que es el que nos ayuda a pensar lo singular en su singularidad, en su carácter de acontecimiento. Es, creo, una especie de resto poético. 

(Fotografía en la presentación de "hilos después": Iván Castiblanco Ramirez).

Frente a toda la lógica de las escrituras con voluntad de éxito -en educación o en otras modalidades discursivas, donde los textos han de devenir claros, máximamente legibles y frecuentemente apáticos-, tal vez lo poético hace posible la experiencia de una escritura  que se deja afectar por la derrota (la que supone aceptar no alcanzar a decir, escribiendo, todo lo que se pretende o se intenta mostrar), es decir, una escritura insegura de sus razones, inestable en sus convicciones, carente de planificaciones. Una escritura que admite cierta dignidad en el reconocimiento de lo indecible. Y que frente a esos textos tan legibles e informativos -y tan a menudo apáticos-, esa escritura tan precaria en sus intenciones se hace fuerte en una experiencia en la que el sujeto que escribe aquello que le da a pensar a menudo lo hace leyendo como un salvaje, desde una relación vital con lo literario. 

En este sentido primordial, lo poético es, en primer lugar, creación: llevar algo hacia la máxima presencia de sí: producción hacia la presencia. Un acto de nacimiento. Pero, en segundo lugar, también es un testimonio. El poeta Paul Celan decía que la poesía no se impone, se expone. Si la poesía se expone, y si todo existir es un mantenerse fuera, un estar expuesto (ek-sistere), hay entonces una especie de vínculo entre poesía y existencia. La poesía se expone porque da testimonio de algo a lo que los poetas ya se han expuesto. Por eso, la escritura poética siempre está ya involuntariamente próxima del testimonio. De lo que se trata en todo arte es, primero, del testimonio, y luego de la creación. Quizá podría decirse que un acto poético es, en definitiva, la creación de un testimonio, un testimonio que se expone, que se muestra, que se torna visible y presente. 

¿De qué saber dispone el poeta? El poeta sabe hacer lo que hace -se lo sabe de memoria-, y lo hace presente en el mundo (ofrece un testimonio de ello, lo expone), pero, hasta cierto punto, no se le pueden pedir explicaciones de lo que hace o de cómo lo hace. El poeta, que sabe lo que hace, ignora cómo se hace, como si no supiese decir o explicar cómo son las reglas de su juego; es una especie de incompetente. Como todo artista, el poeta no tiene unas reglas que sea capaz de decir cuáles son, y de las que pueda informar con eficacia para que otro las aprenda. En cambio, el poeta puede mostrar lo que hace, y de hecho se puede aprender junto a él, pero nadie aprendería nada si lo que se busca es aprender las cosas como las hace él. Lo puede mostrar, pero no decir. 

Somos hijos del tiempo, y no se vive impunemente. Por eso amar es el único intento, aunque lo intentemos más de una vez. Por eso las heridas nos dejan sus marcas, aunque algún día dejan de dolernos. Por eso no siempre somos los mismos, aunque nuestros amigos nos quieran igual que siempre, y nos esperen. No se vive impunemente y dejamos por ahí perdidas y a solas algunas cosas que recuerdan nuestro paso. Tal vez, algunos libros que no valen mucho, los amigos, que valen más que nosotros, y nuestros hijos, que lo valen todo, y nos hacen aprender la finitud. No se vive impunemente: por eso en nuestra fragilidad está también una extraña fuerza. Sentirnos conmovidos. Permanecemos, atentos, en la experiencia, para que algo nos pase. No, no se vive impunemente. Y por eso no siempre vencemos. 

Es como si el poeta quisiera decirnos que nuestro problema es el tiempo, que tiene que ver con el tiempo, con el tiempo como aquello que comienza, y a cuyo encuentro ya no podemos llegar inocentes.

Madrid, julio de 2009

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