(Marina Tsvietáieva) |
Marina escribía
cartas. Como otros salen a pasear. O miran los lirios. O buscan, incansables, el sentido de lo incierto. O se visten y se desvisten. O miran el paso de un cisne por un
agua quieta. O, simplemente, descansan.
Marina iba y volvía de varios lugares, perseguida,
exiliada, regresada, esperada, inesperada. María no tenía casa. Su casa era la
escritura.
Vivía en el fuego.
De niña había sido indiferente a los juegos y amante apasionada por
todo lo que podía ser leído y escrito. Indiferente a los propios, cautivada por
los extraños: aristas y ristras de una mujer ausentada de dios pero no de la
furia.
A los siete años ya todo lo sabía: “Todo lo que me gustaba, me gustó antes de cumplir los siete años,
después ya no me enamoré de nada”.
Tenía un cuerpo largo, desmedido. Sus brazos caían hacia las páginas
blancas y se hundían en la terquedad, en la franqueza, en una extraña danza de bienvenidas y despedidas.
Vivía en el fuego y en medio de su cuerpo.
Su lengua era el ruso, el alemán, el francés, pero también la lengua de los árboles,
la patria del dolor, la pronunciación de la impaciencia.
Escribía cartas e historias de pintores, de escritores. Y versos. Versos como canciones, versos que
bailaban más allá de los renglones, más allá de la justicia.
Vivía en el fuego y se le soltaba la lengua.
Se le soltaba la lengua y ya nunca más volvía: lo que decía se iba detrás de cada pregunta, de cada percepción, de cada trueno, de cada algarabía.
Una hija murió en sus brazos, de inanición, de desatino.
Otra hija recuperó sus escrituras y las devolvió al mundo.
Otro hijo recibió la carta donde Marina le contó que se suicidaba.
Amó a los poetas, amó a Napoleón, amó a su marido, amó a todo aquel y a cada quién que le escribía. Amó porque quería amar y ser amada.
Se suicidó muchas veces. La última vez, fue la primera.
Marina vivía en el fuego y se ahorcó de verdad. Sin poder apoyar sus
piernas. Ni encontrar sus cartas. Ni llevarse los
cuadernos.
Murió. Aunque no debería ser cierto. Aún la leo.
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