miércoles, 17 de julio de 2013

"Laberinto Veneciano", de Marina Gasparini.

(Texto leído durante la presentación en la librería Cervantes y Compañía de Madrid del libro "Laberinto Veneciano", de Marina Gasparini, junio 2013).


Una noche de verano caminaba por calles que no sabía adónde me conducirían (…) Nada reconocía (…) Caminaba entre muros de friso quebrado (…) Las campanas sonaron doce veces (…) Un puente apareció ante mí (…) Ninguna paloma insomne surcaba el aire de los callejones alzando vuelo (…) A la mañana siguiente deambulé infructuosamente buscando las calles por las que había caminado la noche anterior (…) Daba vueltas equivocando el rumbo cada tres pasos (…) No hay umbral ante la entrada del laberinto. Nada lo anuncia (…) No salimos al encuentro de nuestro laberinto. Será éste el que nos encuentre”. 

Así comienza, en mi tímida síntesis, el Laberinto Veneciano de Marina Gasparini. Comienza con su pérdida, su despojo, su inútil deseo de reencuentro. Comienza, también, con un alumbramiento que se va atenuando, con un paseo que enseguida se desconoce a sí mismo, con unos pasos firmes que poco a poco tiemblan. 

Leo Laberinto Veneciano y lo primero que se me ocurre es comprender un desvelamiento: el laberinto como lo estrictamente humano, no como un accidente, no como un desvío. Como si en verdad las líneas rectas, los círculos, pero también las latitudes y las longitudes e incluso los mapas, no fueran sino ese artificio con el que disimulamos lo humano.  Y enseguida pienso: salvo el nacimiento –que es hacia delante- y la muerte –que es hacia abajo y hacia todas partes- todo lo que ocurre y todo lo que no ocurre se debe al laberinto. 

Lo que pienso está al alcance de la mano: el mundo es un laberinto, el amor es un laberinto, los sueños son un laberinto, el arte es un laberinto, el yo es un laberinto. Tres cosas nos impiden habitarlo sin desesperación: la falsa moral, la opulenta ciencia y la mortífera indiferencia. Y tres cosas nos regresan al laberinto sin que podamos hacer nada al respecto: nuestro permanente exilio, la infancia que no está pero es y el amor doloroso que profesamos por lo imposible y lo indecible. 

Es curioso: frente a un mundo cada vez más mudo, más urgente y más desesperante, que a cada segundo se enorgullece de haber encontrado salidas a ninguna entrada, adjetivos a ningún sustantivo, voces sin nadie dentro, el laberinto pasa a ser una de las pocas figuras de la historia en las que valdría la pena pensar. Eso es: una reconstrucción del mundo como laberinto en sí, para poder afirmar o confirmar que no hay señales ni símbolos que apunten hacia delante o hacia arriba; una visión del mundo que no sea el escondite miserable de la complacencia, ni la mirada altiva desde donde todo pasa a ser pequeño, ni mucho menos el acatamiento de que lo humano solo puede verificarse haciendo filas. 

La cosa es  que estamos solos: de a uno, de a dos, de a tres mil. En el torbellino, en el huracán, en el tumulto, en la multitud. Solos como la noche estrictamente sola. No hay política ni poética que cambie nuestra inmensa condición de soledad. Sí: acaso es posible disimularla, desviarla por un instante, contarse un relato de continua compañía, amarnos para acortar las sucesivas distancias. Pero el llanto es solo, la espalda es sola, la luna ilumina la parte menos honda de la tierra, el acantilado cae abrupto hacia un mismo lado. Uno es la soledad que se despierta y se adormece. La vida es ese laberinto de unos cuerpos solos. La soledad como condición y como destino: “A través de Venecia me miro, y entonces me percato de que lo doloroso es haber deseado superar las pérdidas y disimular sus fracturas. Escondemos nuestras emociones como las aguas cubren los escalones de los palacios que una vez estuvieron a la vista. Venecia se está hundiendo y nosotros la acompañamos en su naufragio”.    

El laberinto es la duda que nos arroja el mundo de cara a nuestras certezas inconmovibles, a las afirmaciones altivas, a los rostros infames de la verdad impuesta y a esa extraña confesión del olvido. El laberinto es la pregunta ronca a las respuestas ya construidas de antemano. Es la travesía que reúne al encuentro con su desencuentro, el pasaje que no pasa e insiste en devolvernos, el camino cuyas huellas deben volver a pisarse, la geometría indomable de la memoria y sus inconstantes pasiones.  




No es posible salirse del laberinto, simplemente porque no hay nada fuera, no hay mundo, no hay vida, no hay lo humano. Quienes lo intentan, desesperan y enmudecen. Quienes creen que han conseguido escapar se refugian en un lenguaje torpe de medias palabras. Quienes están seguros que no hay ningún laberinto y siguen con su rumbo de soberbia, se tropiezan a cada instante con sus propias espaldas. No es posible salirse del laberinto porque la vida no es una toma de decisión empresarial o publicitaria, ni una voluntad aciaga de superación de la muerte, ni un permanecer satisfechos en la quietud del páramo.  

“Venecia se nos cierra y se nos abre, se nos escurre como el agua sobre la que se levanta. Nunca estamos seguros de qué vamos a encontrar a nuestro paso: conocer la ciudad no nos ofrece garantía de no errar el camino. Cada viaje a Venecia es la primera vez”. 

Venecia como laberinto, errando el camino, como si fuera por primera vez. Y ahora pienso: el laberinto como el amor, como el amor que es hacia algo o hacia alguien, el amor como laberinto. El amor que inicia su largo viaje desde cualquier punto hacia ninguna parte; el amor que es el vaivén, la zozobra, el temblor del agua bajo, lo inoportuno de los puentes, el regreso hacia uno mismo, el imposible juramento del olvido. El amor y su muerte: “Todos los hombres matan lo que aman”, escribe Oscar Wilde. Y por ello estamos presos y las dimensiones de nuestras cárceles –como escribe Marina: “son equivalentes a la desmesura interior que nos encadena”.   

Hay tantos laberintos que es imposible suponer la ejemplificación contraria: pintores, poetas, músicos, filósofos, amantes, errantes, piadosos, dioses, arquitectos.  Todas las vidas se mecen entre laberintos: el laberinto de las almas que apenas se reconfortan con sus indecisiones y lo padecen, el laberinto de la lengua que escribe y escarba y muerde y no concluye jamás el poema, el laberinto de las pasiones que se desencadenan hacia el vacío, el laberinto de la voz que no acaba por expresarse, el laberinto de la memoria que recuerda y olvida al mismo tiempo. 

Algunas cosas comienzan palabra y siguen el camino de la sensación, la percepción, el conocimiento. Otras cosas nunca son palabra y aún así muestran la doble forma de su desazón y de su encantamiento. El laberinto lo es todo, porque es detención y es movimiento: se trata de mirarnos a los ojos, no de conocernos; se trata de darnos palabras, no de negociar el espanto; se traza de cruzar los ojos, no de cruzarnos de brazos. Las líneas que nos surcan –por deber, por cumplimiento, por necesidad- apenas nos vuelven arrugas.  Pero la claridad no es la transparencia, así como la distancia no es la ausencia. Hace falta la ternura de las arrugas, tres noches distintas bajo la lluvia y la timidez de la ignorancia, para que algo como la vida ocurra. Algo como la vida y como la memoria: “Recuerdo un vidrio bañado por la lluvia y detrás de él a la niña que en las tardes de tormenta aprendía a leer en los surcos del agua. En las prolongadas tardes del trópico, las palabras son voces en las que nuestra imaginación se asienta y comienza a contar historias”. Historias de laberintos. Historias nuestras. 




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