(Anna Larina y su hijo Yuri). |
Luego veintiuno.
Luego cuarenta y dos.
Luego setenta y cuatro.
Luego ochenta y dos.
Luego murió.
Pero hay edades que nunca tuvo. Que nunca pudo.
No tuvo la edad de la serenidad, cuando la serenidad es la palabra-pausa, la palabra-tiempo.
Ni la de la rebelión, cuando la rebelión no es sólo contra qué sino también junto a quién.
Ni la del aire libre, cuando el aire libre es la respiración que se decide por voluntad propia, en cualquier sitio y a cualquier hora.
Ni la de la soledad, cuando la soledad es el la voz del cuerpo, el secreto más cierto, el más callado.
Ocurre que hay personas con edades interrumpidas. O mezcladas. O salteadas. O prohibidas. O mutiladas. O condenadas. O desterradas.
Como los niños de madres muertas.
Como los hermanos de los hermanos perdidos.
Como las abuelas de nietos desaparecidos.
Como los amores quietos, suicidados.
Cuando Anna tuvo doce años su padre leía y leía y ella jugaba con las voces inmensas del tiempo y la memoria, de la historia y del cigarro.
Cuando Anna tuvo veintiún años se casó con un hombre que enseguida sería asesinado, quizá sin tiempo para ser hombre, casi sin tiempo para ser padre.
Cuando Anna tuvo cuarenta y dos años volvió a ver a su hijo, veinte años después de haberlo perdido y sin nunca haberlo abandonado.
Cuando Anna tuvo setenta y cuatro años recibió la carta de despedida de su marido, una carta escrita mucho tiempo antes, una carta que demoró cincuenta y cuatro años en ser leída.
Cuando Anna tuvo ochenta y dos años, murió.
Para no morir, habría que tener todas las edades.
Para no matar, habrá que ofrecer todas las edades.
.. Este relato de ANNA, me atrapa, me quedo aquí..
ResponderEliminar..ME ENAMORA..
LAU
Me puse a investigar su historia y encontré tanta belleza como la que demuestra tu texto, Carlos. Realmente conmociona la vida de Anna, su amor. Y conmueve esta forma de expresarlo. Gracias. Abrazo.
ResponderEliminar(encontré estas cartas maravillosas) http://www.fundanin.org/bujarin4.htm