La anciana se distrajo con
su perro. Parecían de la misma edad, el mismo cuerpo, las mismas lástimas,
los mismos ojos. El perro sólo quería encontrar un lugar confortable entre
nosotros y allí se quedó, algo quejoso al principio y, enseguida, sereno. Era
uno de esos perros que habían vivido siempre en casa, siempre alrededor de la
vejez y que sabían ponerse a contemplar hacia fuera sin molestar. Uno de esos
perros quietos o aquietados que van perdiendo u olvidando su raza hasta
volverse pequeños humanos callados.
- Perdone que no le pregunté
su nombre, señora. Soy un maleducado.
- Elena. Me llamo Elena.
Elena. Es mi único nombre. No tengo otro. Ningún otro.
- Hermoso nombre, Elena.
Tiene un origen griego. Significa: brillante como el sol.
- Soy rusa, no griega. Rusa.
Mi nombre es ruso. Ruso. Si tiene una hoja se lo escribo. Déme una hoja. Y un
lápiz.
Yo estaba encantado. Conversaba
con Elena como si fuese alguien con quien ya compartiera mi vida desde hace años.
En pocos segundos dejé de ser aprensivo a esas manos manchadas, a ese cuello
indefinido, a esos ojos a veces extraviados, a esa vestimenta luctuosa y pude verla
con un brillo de blanco irreprimible. Pero no dejaba de advertir que ella
estaba y no estaba, que se perdía en milésimas de segundos, que esa visita y
esa conversación no durarían más de cinco minutos.
Puse la hoja sobre la mesa y
Elena, temblorosa, comenzó a escribir su nombre. Parecía más bien que lo trazaba,
que lo dibujaba como si fuese su casa, su propio hogar.
“Елена”.
Elena se quedó mirando su
nombre como si se tratara de su rostro, como si hubiera descubierto en su
nombre el nombre de ella misma. Su rostro enmudeció de pronto, su semblante
palideció. Se levantó con mucho esfuerzo, primero apoyándose sobre el canto de
la mesa de caoba y luego estirando todo lo posible sus brazos para levantar el
cuerpo. Dio tres pasos y se sentó en un sillón cercano. Suspiró con dificultad.
Dejó de mirarme. Dejó de percibirme.
Desde esa posición, con la
luz que entraba por las puertas que daban al balcón, noté que surgían sin pausa
los movimientos involuntarios de su mano izquierda, disparatados, y otros en el
mentón, incontenibles. La anciana que recién había escrito su nombre, su nombre
radiante, ahora parecía un espectro, envuelta en un mundo inabordable,
inaccesible. A ciertas edades, en la primera infancia y en la final vejez,
escribir el nombre provoca descubrimiento y desasosiego, todo a la vez, como si
nada de uno cupiese allí o como si todo se desbordara.
Yo no sabía qué hacer. Lo que
más quería era hablar –de ella, de mi, de cualquier cosa-, pero lo más prudente
era callarse. Miré hacia fuera. No conocía esa vista del barrio: el hotel
nuevo, el quiosco de diarios y revistas atendido por un actor que por la noche se
prodigaba con García Lorca, la tienda de ropas del cubano-. Yo vivía unas calles
más abajo, más cerca del bar. Al darme vuelta noté que la luz que tocaba el
rostro de Elena la hacía aún más proverbial, acaso más bella y más anciana.
Elena movía sus labios y
miraba un punto fijo. Su semblante era indescifrable: por momentos tenía
apariencia de enfado, de completo enojo y enseguida parecía distenderse como si
alguna idea, o alguna voz, o alguna imagen la calmaran. Con el paso de los
segundos, casi imperceptibles, creí escucharle decir palabras, pero no estaba
seguro. También se mezclaban entre su lengua y sus dientes, sonidos irreconocibles,
más extraños que extranjeros. Pero había un relato, una cadencia de relato, una
entonación de relato. Cuánto deseaba yo ser testigo de ese relato. ¿Estaría
murmurando, quizá, algo sobre su pasado, sobre su infancia? ¿O a su edad aquello
que se murmura es toda la vida junta, apilada, mezclada, confundida?
Pasó un tiempo que no pude
medir. En ningún momento miré la hora. Quedé atrapado, envuelto, seducido por
esa imagen del rostro de Elena, que iba oscureciéndose con el ritmo del declive
del día. Sentí aprensión porque sabía que ella salía al balcón todos los días,
bajo todos los climas, desde muchos años, a las cinco de la tarde. De las cinco
a las seis. Como un ritual que solo la vejez comprende. Como un modo de
detenerse a ver pasar el mundo. Me hubiera maldecido si por mi culpa, por mi obsesivo
deseo de conversación, por esa interrupción imprevista, Elena perdiese su hora
de pausa, ese paréntesis de ojos abiertos.
De pronto, cuando faltaban
segundos para las cinco de la tarde, vi que Elena se movía, se levantaba,
llamaba al perro, abría las puertas del balcón y salía hacia ese universo
abierto. Daba la impresión que Elena no me había visto, como si yo no estuviese
ahí.
Hacía frío, pero ella
siempre estaba abrigada, todo el año, a cualquier hora. Se me ocurrió hacerme
notar, despacio, para que ella no se asustara. Tosí a propósito.
- Se está bien afuera
¿verdad?- dije por decir, como la mitad de las cosas que digo.
Sin girar su cabeza, sin
siquiera dar muestras de sorpresa, respondió:
- Sí, se está bien afuera.
Afuera, sí. Adentro hay demasiados recuerdos. Demasiados.
Elena sabe, Elena olvida su nombre de agua, cuando recuerda se vuelve todo y al punto del desmayo, elige levantarse de la silla y mirar afuera...
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