jueves, 15 de agosto de 2013

"Anna y ése hombre".


Le anunciaron, de muy mala manera, que a la mañana siguiente saldría de allí. Que la trasladarían. Y trasladarla significaba pasar horas encerrada en un tren sin luz ni agua ni aire. Era la continuación de una prisión pero con otro ruido, otro movimiento. 

(Anna Lárina)
Quien se lo informó fue su torturador de hecho o juez de prisión o interrogador de oficio. Un mismo hombre capaz de preguntar, golpear, aplastar, vigilar, vejar. Ella lo conocía de otras épocas, de esos tiempos en que los vientos soplaban a favor de cierta cofradía, un viento que luego se hizo brisa, más tarde soplo y luego nada, quebrando miserablemente las palabras más sagradas de este mundo. Se lo comunicó con una tristeza llamativa, como si aún quisiera seguir torturándola, interrogándola, aprisionándola. Su amargura por no haber podido obtener la confesión –“si, juro, soy lo que ustedes dicen que soy; hice esto y aquello; diré toda la verdad; soy la culpable de todo”- lo tornaba aún más irracional y artero. 

Ese hombre era como cualquier otro hombre siempre y cuando se lo pudiese ver por la calle o en su casa o comprando las verduras en el mercado de la media mañana. Caminaba de prisa, conversaba con los clientes e incluso bromeaba con los puesteros venidos de más al norte. En su casa era amable con su esposa y jugueteaba con sus hijos todas las tardes de primavera y verano. Pero al entrar en la cárcel que dirigía ese cualquier hombre dejaba de ser como cualquier otro y se asociaba a la peor de las masculinidades: todos los hombres que allí estaban descargaban con ominosa furia su rabia oculta, su monstruosidad perversa, la infalible patología del odio y la venganza. Si se le preguntaba a qué se dedicaba, solía decir, en un lenguaje apenas cifrado: “a la revolución”.
 
El hombre sentía una especial animadversión por Anna. No sólo la odiaba, era su fragilidad, su talón de Aquiles. Había intentado por horas que firmase una declaración falsa, le mentía sobre su hijo oculto o perdido, la amenazaba poniéndole enfrente suyo diferentes alimentos recién horneados y humeantes para que claudicara de una buena vez. Le colocaba la tenaza sobre los dientes y golpeteaba con el martillo muy cerca de sus dedos. Le tiraba del pelo renegrido hasta hacerla desfallecer. Le susurraba frases que Anna no podía siquiera comprender. Y lo peor: delegaba la mayor tortura en otros hombres –iguales carceleros del espanto-, porque no era capaz de ser mirado por esos ojos de mar y cielo de Anna. 

Cuando la arrojaban de vuelta en su celda, bastardeada y violentada, Anna se acostaba en la cucheta hundida, miraba como por última vez la pared húmeda y con su uña rasgada y mugrienta continuaba con su obra más importante, su obra definitiva: ese corazón irregular, al borde de un vacío, con las iniciales de los nombres suyo, de su hijo y su marido. Ella inánime y al vez desesperada, su hijo de paradero desconocido, y su marido masacrado. 

Como esos nombres estaban prohibidos, Anna elegía la letra “M” para Nicolás y la letra “O” para Yuri. Con la inicial de su nombre quizá podía componer el amor. 

Casi lo hacía. Casi lo lograba. 
    

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