(Fotografía: Iván Castiblanco Ramirez). |
El hombre sueña que una mirada lo
toma de la mano y que, entonces, comienza otro universo. Siente un nacimiento. Porque las
manos que lo conducen son cálidas y la voz es serena. No nació de ese modo,
pero ahora es así como lo desea. Recibe una semilla que cree haber elegido
antes. Y una voz, de color rojo y sabor
a orégano, lo invita a pasar, a iniciar una travesía. No han pasado más de dos
o tres minutos y ya siente su cuerpo sin peso; como si hubiera abandonado sus
huesos y sus vísceras y ahora quedase solo piel entre otras pieles.
Se sienta en una
cocina. Está en otra época. Claramente, ciegamente. Una época sin el lenguaje
de las palabras conocidas, caídas, traicionadas. Desde todas partes se escucha
cantar una canción inexistente. Una mujer revuelve la olla y canta con sus
cejas, con su iris, sus pestañas. Le sirve una taza, una bebida, un agua, un
continente que dibuja una navegación, una partida. Él no sabe cómo decirle a
esa mujer que no quiere irse de ese mundo, que viviría siglos en medio de la
canción susurrada, en las manos que mezclan, en
la comida que huele, en el caldo que le hace falta.
Pero otra mano le
advierte: no has de quedarte aquí, ni en ningún otro sitio. La vida no es detención,
sino un movimiento tras otro. Lo conduce hacia un escritorio, se sientan. Cada cambio
de escena es una caricia que no lo suelta. Si olvida esa mano, esa tibieza,
también de él se olvida.
Sobre el
escritorio hay libros para escoger, destinos desconocidos. Libros viejos tan
familiares y a la vez tan lejanos. La mujer de pelo suelto le pide que escoja,
que decida su lectura, que decida su travesía. Sabe que se equivoca, sabe que
no encontrará su lugar ni sus velas ni su suerte. Las hojas están blancas, nada
dicen, nada escriben. Todo es sombrío y sin embargo todo es tan claro. No
importa lo que digan los libros: esa mujer está allí para comprenderlo. Y él se
siente comprendido.
Luego le tapan
los ojos, aunque ya no veía nada. La
calma es tanta que el cuerpo no camina, pasea: anda al mismo tiempo sobre la nieve
y sobre una hierba seca, bajo la noche o bajo el día, camina sobre preguntas
nuevas a la hora del mediodía.
Entonces aparecen
las voces. Son ellas. Son todas. ¿Cómo ignorar que se trata de todas las
mujeres de su vida? Lo más hermoso es escucharlas, lo más difícil no tocarlas.
El laberinto de las voces lo hace aún más pequeño: ¿qué le dicen? ¿Se lo dicen
a él? ¿Puede responderles? ¿Puede preguntarles? Las voces son un océano que lo
deja indefenso. Escucha como estirando los brazos para intentar el roce con
cualquiera de las bocas que le hablan. Quiere sentir el movimiento de los
labios, quiere sentir el aroma mudo de cada una de las palabras. Le gustaría
mucho aprender algún día ese lenguaje: un lenguaje que apenas pronunciado, desaparece.
Ahora ve tres lugares, tres luces, un espejo. Alguien
lo llama, le muestra una caja. De las voces anteriores ya no queda nada. Entra
a un silencio guiado por una luz de la misma época que la cocina. Lo llevan
frente a un espejo. Se ve. Siente que es como si viera por vez primera. Está
raro, está sin tiempo, carece de historia, no tiene espacio, no es dueño de
nada. Pero no está inquieto. Sale una mano por el costado del espejo. Una mano
blanca, un haz de luz humano. No puede no tocarla, no puede no buscarla. Necesita
su contacto. El cuerpo blanco sale de detrás del espejo y se pone a su lado. La
mano sabe cómo calmarlo, como devolverle el cuerpo. Lo sabe porque sí, porque
es del brazo la sabiduría. Le dice algo,
algo que tiene que ver con un después, con un camino y con un cuidado.
Aparece en otro
tiempo, con otras personas. Tres bancos pequeños, una mesa ínfima, dos mujeres
con los ojos vendados. Ahora es él quien puede ver. Se acomoda casi al ras del
suelo. Juegan a construir una torre con piezas de palabras. No recuerda las
palabras que decían, sí recuerda su tono. Hacen un poema largo construido de
sonidos nuevos. Habitan una torre de Babel sin darse cuenta. “Vengo de un espejo -decía- y
ahora juego a construirme, a levantarme”. Pero la torre se cae.
Lo acompañan hacia
una salida, no, no quiere irse, nunca. Pero irse es condición de haber estado. Se
acomoda el cuerpo. Se despierta.
Piensa: sentir
debería estar permitido en todo sitio, a toda hora, bajo cualquier
circunstancia.
Como en stalker, de Tarkovsky, la zona cambia cada segundo, la permanencia se vuelve frágil, parace ser la condición de una inmensa felicidad no permitida...
ResponderEliminarHoy un niño me invitaba a atravesar dimensiones: Ahora que ves Elena?
Ahora veo todo verde...
Uyy, tenés que salir ya de allí!, tocá el portal, ahora que ves?
Ahora nieva, hace mucho frío pero es hermoso...
Salí, rápido! Ahora que ves?
Ahora estoy frente a un árbol grandioso, en medio de un campo, parece que da frutos...
Elena, salí, no comas esas frutas...bueno,ahora el portal está en mi mano, tocá una de las líneas, ahora donde estás?
Ahora estoy en casa...
Sí, pero tenés que volver a salir...
..El hombre sueña que una mirada lo toma de la mano y que , entonces , comienza otro universo...
ResponderEliminar..Sobre el escritorio hay libros para escoger , destinos desconocidos....
...Las hojas están blancas , nada dicen, nada escriben.Todo es sombrío y sin embargo todo es tan claro . No importa lo que digan esos libros: esa mujer está allí para comprenderlo . Y él se siente comprendido....
.... Me atrapa, ..me enamora tanta ternura, ese sueño del hombre y esa posibilidad de ser comprendido, ...esa historia entre los libros , las palabras, los escritos... "todo y nada".... solo "SENTIR EN UN SUSPIRO"
Lau San
Gracias Elena por la permanente indicación de sentidos para nuestras escrituras. Hay que salir, sí, salirse. GRACIAS
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