martes, 24 de septiembre de 2013

"Épocas".


(Fotografía: Gustavo Peralta). 


Ese martes escuché un hombre cuya voz me atrajo la atención - no podía verlo bien, estaba de espalda, parecía joven, con cabellos recién blancos y un acento que mezclaba, sin esfuerzos, el francés y el castellano-. Era una voz grave, que se sobreponía a las demás voces, incluso las de las mesas más alejadas, pero no de una sonoridad alta, aparatosa, soberbia, sino más bien convincente, una voz que gesticulaba, matizaba, acariciaba. 

Estaba sentado junto a otro hombre y a una mujer, quizá de su misma edad, quizá su mujer y un amigo de la infancia. Sobre la mesa había un par de libros –no estaba seguro, parecía algo referido al mito del individuo y otro al Che Guevara- y conversaban sobre la época, sobre esta época. 

Me quedaba claro que, con diferencias, todos estaban indignados por algo: que la ruina de la política, que los niños obesos, que la servidumbre ante las tecnologías, que los individuos-nadie, que las personas-nada, que la física inservible, que ya está todo arrasado, que si es posible reaccionar o no cabe otra cosa que volvernos reaccionarios.         

Agudicé mis oídos. La voz del hombre me fascinaba. Su modulación ascendía y descendía, se asomaba y callaba, comenzaba cada frase con un sí, justo cuando otro la terminaba. Como si sus palabras se encendieran sobre las otras, y la conversación no tuviera autoría, sino fuego. Recordé a Clarice Lispector: todo en el mundo comenzó con sí.   

Quien yo suponía era un amigo contaba que se sentía humillado por algo. Remarcaba esa palabra, la acentuaba, la sufría. 

- Es una época humillante- concluyó. 

- Es una época humillante y perezosa- completó la mujer, con una tonalidad aún más tierna y más francesa. 

- Grosera- dijo el hombre de la voz templada- Es una época grosera. 

Yo anotaba. En una línea de mi cuaderno escribí: humillante, perezosa, grosera. Como si me dictaran.  

Humillante, pensé. Sí. Y fui detrás de ese pensamiento. Lo más adentro que pude. Como si necesitara quitarme de mi modorra y dejar esa idea circulando por la punta de su lengua. Humillante, sí.   

Y pensé, desatadamente. 

Por las calles de la ciudad sólo transitan horrendos monosílabos. Parece que siempre llueve, con esas gotas que empujan hacia el piso. Los paseantes no pasean, deambulan, y se saludan como si fuera el último instante de sus vidas.   ¿Por qué la humillación de arriba abajo y de abajo hacia todas partes? ¿Qué hemos hecho, de qué se nos acusa para que la humillación sea la respuesta frecuente? Que no somos lo que deberíamos ser, aunque lo que deberíamos ser nunca está claro: siempre es otra cosa que la que creíamos. Hay un equívoco tan doloroso, pensaba: ser tan dóciles, tan quietos, a lo que se nos dice sobre lo que deberíamos ser y luego ser tan torpes, tan callados, cuando se nos quita el tapete, el lenguaje, el mundo. Nos hacen sentir como los primeros y únicos culpables. Los humilladores nunca se sienten responsables por nada ni por nadie. “Yo no tengo nada que ver con eso”. La pretensión del ser ahora confundida con la falsificación del poseer. Una vida que sólo va de compras. Si todo se midiese así: ¿cómo apreciar la calle en declive, sin nada a la vista? ¿Cómo medir una arena que nunca es la misma? ¿Qué boca abrir ante un río naciente en bosques abiertos? ¿Cómo escuchar la música que sólo se toca una vez? ¿Cómo percibir esa lágrima inadvertida? Luego nos hablan en un idioma incomprensible: el sé tu mismo, que uno mismo es la solución de uno mismo, que el hay que reconvertirse, reinventarse: haz de cambiar tu vida. Y la peor humillación es que aceptamos esas palabras con rostros cada vez menos rostros, cada vez más funestos, cada vez más aciagos. 

Pensé, por ejemplo, en la esquina de mi casa: allí, de pie, con frío, con hambre, todos juntos, los miserables del barrio. Era cuestión de hacer un par de metros y que ya no se veían. Curiosa ciencia la de creer que lo que no se ve, lo que no quiere verse, no es, ni existe. Y pensé en ese anciano ciego e indigente que todas las tardes vocifera su tragedia a los cuatro vientos y pide piedad y monedas. La mayor parte de la gente que pasa cierra sus ojos para no verlo. Todas las personas que hacen que no ven acaban por chocarse unas con otras, más temprano o más tarde. También pensé en esa mujer a la que cierto día escuché gritar: “No llames a esto destino” –no se lo decía a nadie, o quizá a dios, o a la luna-, esa anciana encorvada sobre el costado ya inclinado de la cenicienta plaza.

Pensé, entonces, en la implacable mutilación de las palabras, en su desmoronamiento con el paso del tiempo: ya no hablamos de pordioseros, de aquellos que en nombre de dios, de lo alto, de lo sagrado, de lo que está por encima de nosotros, piden monedas. Ahora son mendigos, miserables que están casi por debajo de la tierra. Incluso la compasión se ha vuelto inhóspita. 
  
Pensé en todas las veces que me sentí humillado. En cada vez que humillé a alguien. 

Humillante y perezosa, también. Una época perezosa, sí, porque nos hace creer que todo está al alcance de la mano. De una mano que se ha separado de su cuerpo. Lo pereza revestida o travestida por lo breve; la brevedad como guiño, como si nunca hubiera hecho falta más; la brevedad como la parquedad, como si ya fuera imposible extenderse entre la niebla. Detrás de todas las invenciones de esta época, había una profunda incitación a la pereza.  

¿Y grosera? Sentía que era la palabra más justa de todas, pero aún no me aclaraba. ¿Será grosera por esa relación de turbiedad con el pasado, ese modo de anegar los tiempos anteriores, la despiadada forma de aniquilar todo lo previo? ¿O será por la torpeza infinita con que se habla del futuro, como si allí estuviera todo lo deseado, todo lo perdido, todo lo recién hallado? 

Pensé que me tocaba vivir la obscenidad de lo nuevo y el descuartizamiento sangriento del pasado. Una metáfora trágica: los objetos que ya no existen, los libros que ya no se leen, la música que ya no se escucha, el gesto que no se realiza, la palabra que no es ni promesa ni condena, las tiendas que cierran sus puertas para dar paso al progreso, al progreso estrafalario. Me acordé cuando clausuraron, en un abrir y cerrar de ojos, uno de los bares de mi juventud, el de la calle Florida. Sentí cómo el progreso carcomía el tiempo, vende sus antigüedades y cierra los bares. Cerrarse un bar es un mal presagio, porque como la muerte, toda cerrazón es epidémica. Pero no era un bar lo que se estaba cerrando; es alguien, en nombre de algo, el que lo cerraba. Pensé en el progreso y me di cuenta que no se trataba de una flecha que apunta hacia delante sino hacia mi propio cuerpo. Una flecha envenenada que me mataba lentamente. El progreso no es una buena compañía, porque en su nombre se cerraron y se sellan muchos labios, pueblos enteros, la memoria, el aire que sembramos y el cielo que nos mira. El cartel decía: “cerrado por reformas”. Todo progreso necesita de reformas, de maquillajes, de sepulcros. El progreso no admite anterioridad. Pensé dónde reclamar, entonces, la devolución de los secretos, de las confidencias, de las conversaciones. Grosera es la palabra para esta época grosera.   

Al pasar por mi lado, le dije gracias al hombre. Me pareció que el hombre me respondía. Que me decía, tal vez: no hay nada que agradecer. Que tenga usted buenos días. 

2 comentarios:

  1. "El punto de vista elevado de aquel que se estira en el cuello y que te mira desde la cima más absurda de su cuerpo. La humareda que se instala en sus alturas mientras habla. La creciente posibilidad de escabullirse entre sus piernas.

    Son las seis y treinta de la tarde. Es martes. Pasan “El gran dictador” por la televisión. En la propaganda, un anuncio sobre un auricular que amplifica los sonidos y una mujer que se pasea oronda por la playa. Su rostro denota una felicidad plena porque escucha que otra mujer comenta a lo lejos: “Qué figura tiene, lo haría todo para parecerme a ella”. El hombre desconocido aprovecha para ir al baño.

    El hombre desconocido está en el baño y piensa –como lo hacen algunos hombres desconocidos, sobre todo aquellos que no leen el periódico– que esta época ya no es liberal, ni neo-liberal o pos-neo-liberal sino, directamente, humillante. Lo nota por la forma en que se ha encorvado la espalda de la mayoría de la población y porque la mirada de la gente está por debajo del mentón, avergonzados por una acusación falsa y sin testigos.

    Época humillante: por las calles de las grandes ciudades sólo transitan horrendos monosílabos. Parece que siempre llueve, con esas gotas que empujan hacia el piso. Los paseantes no pasean, deambulan. Y se saludan como si fuera la última tarde de sus vidas.

    Llueve casi siempre en la época humillante. El riesgo de la lluvia es su deriva hacia lo que no vendrá. Nadie parece recibir la oscuridad con buen semblante. Nadie agradece las torpezas, la obviedad, el rubor, el papel arrugado. Y la sombra que ahora cae es de necedad, no del nido verde que dejan las gotas cuando cumplen con su irremediable destino del suicidio final.

    ¿Cuál es la acusación que se nos hace? ¿Por qué la humillación de arriba abajo y de abajo hacia los lados?" Carlos Skliar

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  2. Lau San
    ..Ese martes escuché un hombre cuya voz me atrajo la atención...
    ..Era una voz grave, que se sobreponía a las demás voces, incluso las de las mesas más alejadas, pero no de una sonoridad alta, aparatosa, soberbia, sino más bien convincente, una voz que gesticulaba, matizaba, acariciaba.
    ..Agudicé mis oídos. La voz del hombre me fascinaba...
    ..Sobre la mesa había un par de libros –no estaba seguro, parecía algo referido al mito del individuo y otro al Che Guevara- y conversaban sobre la época, sobre esta época. -
    ..Es una época humillante- concluyó...
    ... Pensé, entonces, en la implacable mutilación de las palabras, en su desmoronamiento con el paso del tiempo: ya no hablamos de pordioseros, de aquellos que en nombre de dios, de lo alto, de lo sagrado, de lo que está por encima de nosotros, piden monedas. Ahora son mendigos, miserables que están casi por debajo de la tierra. Incluso la compasión se ha vuelto inhóspita.
    ..Pensé en todas las veces que me sentí humillado. En cada vez que humillé a alguien.
    Yo anotaba. En una línea de mi cuaderno escribí: humillante, perezosa, grosera. Como si me dictaran. ..Pensé que me tocaba vivir la obscenidad de lo nuevo y el descuartizamiento sangriento del pasado. Una metáfora trágica: los objetos que ya no existen, los libros que ya no se leen, la música que ya no se escucha, el gesto que no se realiza, la palabra que no es ni promesa ni condena, las tiendas que cierran sus puertas para dar paso al progreso, al progreso estrafalario. Me acordé cuando clausuraron, en un abrir y cerrar de ojos, "uno de los bares de mi juventud", el de la calle Florida...
    ... "Pero no era un bar" lo que se estaba cerrando; es alguien, en nombre de algo, el que lo cerraba. Pensé en el progreso y me di cuenta que no se trataba de una flecha que apunta hacia delante sino hacia mi propio cuerpo. Una flecha envenenada que me mataba lentamente"...
    ..Al pasar por mi lado, le dije gracias al hombre. Me pareció que el hombre me respondía. Que me decía, tal vez: no hay nada que agradecer. Que tenga usted buenos días....

    ...Me atrapa.. lo siento, lo busco, lo veo, lo espero, está "justo ahí" .. observando.. para escribir, esperando ese dictado... describiendo , narrando, mirando : las angustias, las alegrías, las miserias, los despojos,el ser , y no ser, también.. porque al final de cuentas ; eso es LA VIDA.. Me quedo aquí y ya no puedo .. ni quiero escapar ...

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