Durante la travesía, Elena pasó la mitad del tiempo mareada, encerrada en la bodega compartida con otros cientos, sintiendo como si llegaran desde muy lejos, desde otra patria, los llantos de los niños, los llantos de las mujeres, los llantos de los hombres, el desprecio de los tripulantes, el maltrato de los cocineros, las risotadas de los marinos.
En esos días en que la descompostura parecía nunca apresarla, ser ella misma, su cuerpo se debilitaba y sus sueños no lograban tomar cuerpo -ni bien comenzaban, ya se escapaban-; las manos le ardían tanto como la frente y no tenía claro si estaba allí o en otro sitio. Lo único cierto, lo que la despertaba por momentos, era la oleada de aroma rancio, cada vez más intenso, una mezcla indescifrable de vómitos, fiebres y melancolías transversales.
Esa mitad del tiempo se dividió en dos mitades: al principio del viaje, era el desgarro, la desventura, el abismo de la huída; al final del viaje, era la pregunta por el destino, lo ignoto, como si su cuerpo hubiera sido estirado hasta lo inconcebible, como si estuviera a punto de ser quebrado, despedazado.
La otra mitad del viaje, transcurrió con su mirada dentro del océano. Subió una tarde a cubierta y allí se quedó, imperturbable, como si no notara los cambios de la luz ni de los vientos, como si no hubiera suelo sino un deslizamiento de sal y barro. Las horas no sucedían, no andaban: sólo miraba el mar, bebía el mar, tragaba el mar, mordía el mar, besaba el mar, se ahogaba, nadaba, andaba sobre las aguas, las revolvía.
Esa otra mitad del tiempo, también se dividió en dos mitades: la primera en la popa, la segunda en la proa. La primera hacia atrás, la segunda hacia delante.
La primera como despedida, la segunda como quien desea, al fin, dejar de ser una recién partida y hacerse, de una vez, recién llegada.
Habían salido hacia finales de un junio impropio, demencial: matanzas, hambrunas, tormentos, robos, desalojos, violaciones, detenciones, desplomes. Y llegaron a principios de julio, con un frío que Elena no reconocía. Parecía una primavera disfrazada de invierno. La calma era excesiva.
En treinta y dos días, doce personas murieron, hubo siete nacimientos, nueve matrimonios, dos separaciones, treinta amores en ciernes, cuarenta y un enfermedades, tres niños perdidos, setecientas trece cartas escritas sin poder ser enviadas.
Una de las cartas que Elena escribió a su familia decía en su posdata: “Ayer fue de noche todo el día. Ayer fue de tormenta. Ayer la gente se escondía. ¿Dónde vamos? ¿Será también de noche el sitio de llegada? ¿Cuándo tocará el buen día? ¿Cuándo nos dejará en paz este oscuro?”.
La carta nunca llegó a destino.
Y fue el nuevo mundo el que le respondió: aquí estamos, esta es la poca claridad que podemos darte.
Que la paz sea contigo.
Un día escribí: "...tengo un avión clavado en el entrecejo, un ojo mira al atlántico, el otro, al mediterráneo...solo soy feliz allí donde pertenezco, así de paradógico..." Me parece que en ese momento pensaba en mitades... hoy me encuentro pensando en dimensiones, en espirales, en portales...
ResponderEliminar..La otra mitad del viaje , transcurrió con su mirada dentro del océano. Subió una tarde a cubierta y allí se quedó , imperturbable, como si no notara los cambios de la luz ni de los vientos , como si no hubiera suelo sino un deslizamiento de sal y barro...
ResponderEliminar... Me quedo aquí... en la piel de ELENA , cierro mis ojos ... y siento su desesperación, ese inmenso deseo de llegar a cualquier parte .... "solo llegar" ... AUNQUE NO SEA ESPERADA...
Lau San