(Fotografía: Iván Castiblanco Ramirez). |
A la salida del puerto, el Hotel de los Inmigrantes. Un edificio
inmenso, miles de lechos, de lenguas, las nuevas leyes, los repetidos
reglamentos.
De la estampida de Rusia, de la navegación sin cuarteles, ahora la
necesaria rutina: lo que aquí se puede y no se puede. Aprender todo de nuevo:
el tiempo de las comidas, los horarios de las salidas, en qué minuto abrir el
agua, a qué hora es posible el baño. Por este lado los hombres, por aquel las
mujeres.
Gregorio a la agricultura, yo a las tareas domésticas –pero si siempre
lo supe y Gregorio ya era sastre desde antes-.
Situación o condición o sensación de infancia, nuevamente. Mucho mejor
la infancia que las penurias del desembarco.
Y todo era tan blanco, tan cegador: las paredes lisas, las sábanas, los
uniformes, los desayunos, los dormitorios, las labores, las ilusiones, los
desencantos.
La vida transcurría entre hileras blancas.
Después de cada despertar, a limpiarlo todo. Después de cada comida, a
limpiarlo todo. Después de cada paso por el baño, a limpiarlo todo. Lo
inmaculado como premisa. La nieve apenas como estúpida metáfora.
Los que dormían al lado nunca eran los mismos. Se anochecía con alguien,
se amanecía con otro. Una lengua de buenas noches, otra de buenos días.
Prohibida la promiscuidad, como en el barco. Solo es posible ayudarse, no
amarse, no mezclarse: los cuerpos por separado.
Del hotel a los conventillos, los más agraciados. De los conventillos a
sus propias casas, los elegidos. O todo lo contrario: de las habitaciones
comunes a la miseria original, al punto de partida, al punto quebrado, la
ilusión maloliente, la grieta definitiva.
Yo permanecía quieta, absorta, recogida la mayor parte de las horas.
Gregorio salía: buscaba una avenida, hacía cuatro o cinco calles rectas y
volvía. El horario de regreso estaba fijado en su memoria. El temblor de pasar
la noche fuera era demasiado oscuro.
Yo no hablaba. Yo escribía. Mi diario como conciencia, como interrupción
al blanco.
Cuando nos mudaron, cuando conseguimos una larga casa fuera, olvidé mi
diario.
Lo encontró una mujer griega, debajo de su nueva cama.
... El horario de regreso estaba fijado en su memoria. El temblor de pasar la noche afuera era demasiado oscuro..........
ResponderEliminar..Yo no hablaba.. Yo escribía....
...Pienso en esa mujer griega que encontró el diario de ELENA , ...cuantos recuerdos, vivencias, historias y duelos .. habrá leído en cada atardecer.. tal vez en la inmensidad de esa misma soledad de su dueña.......
Lau San
Muchas gracias Laura por todos tus comentarios y por cada uno. Saber que estás cerca, atenta, conmovida por estos breves relatos, me hace de algún modo escribir y escribirte. GRACIAS.
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