(Fotografía: Iván Castiblanco Ramirez). |
Quien diga que el amor tiene una única trayectoria, sólo se ama a sí mismo. La verdad es bien diferente: cada amor que comienza es un ejemplo aleatorio de una categoría universal que no existe. El amor a la humanidad es una manera solapada de no amar a nadie. El amor a la verdad es recibir las verdades que otros nos ofrecen. El amor hacia una única persona podría ser la forma más mezquina de habitar el universo.
Si un amor se fragmentara, como lo hace una luz, por ejemplo, el prisma no ofrecería colores sino partes aleatorias de diferentes cuerpos: una mano específica –o incluso sus dedos sueltos-, unos ojos concretos de tonalidades imprecisas, una piel detallada, una frente o una espalda determinadas. El amor es como un arte figurativo: se compone un cuerpo con partes de cuerpos casi reales, quizá puramente inventados.
El amor no es útil, ni poderoso, ni cortés. Ocurre con el amor lo mismo que con casi todas las cosas que están allí, porque sí, en la naturaleza: una tempestad, un relámpago, la aridez, la escarpada montaña, la fluidez del río, el vuelo del pájaro, el costado visible de la luna, la planicie, el agujero de ozono, un destello, una vid que se seca, el aire que ahoga, la brisa que danza, los soles, la tormenta, la fruta mordida, la serpiente que acecha. Si dos personas planifican su amor, lo detallan, lo consignan, es posible que su conocimiento los arranque de la naturaleza y los arroje al interior de una despiadada máquina. Si dos personas no quisieran planear su amor, deberán vivir cerca del mar o al pie de una montaña y bien lejos de un templo, de un cuartel del ejército o de un acantilado.
Amarse no es cuestión de proposiciones ni de atracciones ni de voluntades. Los perros y los niños se atraen casi sin proponérselo. Las estrellas están atraídas desde el origen del universo. La atracción entre dos seres ocurre sin que nadie haga nada en concreto: ni piruetas, ni serenatas, ni poemas. Las flores que viven en el campo cantan por lo bajo para no distraer al mundo. Las piedras atraen a los ríos, pero para desviarlos de su cauce. Hay personas que se atraen pero sólo para engañarse. Atraerse es una constatación en el sitio donde estamos, no una acción premeditada a la que nos dirigimos.
Del amor poco se sabe. Y lo poco que se sabe, no haría falta saberlo.
Se sabe que el amor supone su propia curvatura. Un esplendor que no llega a ser tiempo antes de convertirse en polvo, en ráfaga. Se sabe que el amor es huésped de la lluvia porvenir, de una caricia que tendrá como ritmo el universo consecuente. Lo que no se sabe nunca, lo que nunca se sabrá es por qué el amor sí, por qué el amor no.
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