(Fotografía: Iván Castiblanco Ramirez). |
Elena sentía que
se iba callando, poco a poco. Que el lenguaje la cansaba. Que hablar la
cansaba. Que escuchar la cansaba.
Había aprendido el
ruso, el idish y, más tarde, el castellano. Tuvo, luego, que andar por el mundo
con su tercera lengua a cuestas y eso, para ella, había sido demasiado.
Toda lengua que no
es materna, fatiga.
Al menos con
Gregorio tenía algo del ruso al día. Cuando Gregorio se fue, Elena lloró por
él, por su tierra, por sus padres e, incluso, por ningún motivo.
Hay quienes lloran
por todo lo que no tienen. Otros, por todo lo que han tenido.
Cada vez usaba
menos el lenguaje. No leía, porque una molesta presbicia le impedía el paso
hacia lo escrito. Usaba unos lentes antiguos, con marco negro y debía taparse
el ojo izquierdo, ya casi nulo, ya vacío.
Pasaba las hojas
de las revistas, pero no estaba segura de lo que había visto: colores,
siluetas, muebles, barcos, paisajes, flores, comidas, cuerpos medio desnudos.
Para ella no eran revistas, sino un modo eficaz de pasar el tiempo. Pasaban las
páginas, con el ritmo indeclinable de los almanaques.
Tuvo un pequeño
derrame en su cerebro.
El médico la
obligó a recomponer su lenguaje abatido. Fue la época en que hablaba idish,
aunque no se daba cuenta y nadie la comprendía.
La mujer que fue a
devolverle el lenguaje, a recordarle el castellano, insistía con tonterías:
repetición de palabras, imágenes para niños, soplidos, respiración, ejercicios.
Elena comenzó a
cansarse de la gramática, del exceso de conciencia, de la pronunciación debida,
de las absurdas conjugaciones. ¿Para qué quería la palabra? Ya había pasado su
vida.
Una tarde la mujer
la obligó a decir una frase irrepetible. Se sintió ultrajada. Una niña sin
infancia. Los niños vienen al mundo sin decir nada. Al principio siguen en el
vientre, pero apoyados por fuera. Luego, los arrancan. De materno, el lenguaje
pasa a ser paterno. Y allí comenzaban los problemas.
Ella era como una
niña anciana.
Decidió no
responder a la espantosa severidad de la frase.
Dijo: “basta”, en
perfecto castellano.
La mujer se dio
cuenta: ¿quién puede no percibir un abismo?
La mujer la abrazó.
También estaba cansada.
Intenso.
ResponderEliminarY ni hace falta llegar a vieja ni la terceridad del idioma para sentir este hartazgo de lo que casi siempre salva: la palabra.
Gracias, muchas, como siempre.
Cariños
.. CARLOS, me apasiona, leerte..
ResponderEliminarBesos.
Lau
Gracias, Gabriela, como si fuera una sola palabra. Lo que salva y destruye: el lenguaje como respiración.
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