miércoles, 31 de julio de 2013

"Elena, el cansancio".



(Fotografía: Iván Castiblanco Ramirez). 


Elena sentía que se iba callando, poco a poco. Que el lenguaje la cansaba. Que hablar la cansaba. Que escuchar la cansaba.

Había aprendido el ruso, el idish y, más tarde, el castellano. Tuvo, luego, que andar por el mundo con su tercera lengua a cuestas y eso, para ella, había sido demasiado.

Toda lengua que no es materna, fatiga.

Al menos con Gregorio tenía algo del ruso al día. Cuando Gregorio se fue, Elena lloró por él, por su tierra, por sus padres e, incluso, por ningún motivo.

Hay quienes lloran por todo lo que no tienen. Otros, por todo lo que han tenido.

Cada vez usaba menos el lenguaje. No leía, porque una molesta presbicia le impedía el paso hacia lo escrito. Usaba unos lentes antiguos, con marco negro y debía taparse el ojo izquierdo, ya casi nulo, ya vacío.

Pasaba las hojas de las revistas, pero no estaba segura de lo que había visto: colores, siluetas, muebles, barcos, paisajes, flores, comidas, cuerpos medio desnudos. Para ella no eran revistas, sino un modo eficaz de pasar el tiempo. Pasaban las páginas, con el ritmo indeclinable de los almanaques.

Tuvo un pequeño derrame en su cerebro.

El médico la obligó a recomponer su lenguaje abatido. Fue la época en que hablaba idish, aunque no se daba cuenta y nadie la comprendía.  

La mujer que fue a devolverle el lenguaje, a recordarle el castellano, insistía con tonterías: repetición de palabras, imágenes para niños, soplidos, respiración, ejercicios.

Elena comenzó a cansarse de la gramática, del exceso de conciencia, de la pronunciación debida, de las absurdas conjugaciones. ¿Para qué quería la palabra? Ya había pasado su vida. 

Una tarde la mujer la obligó a decir una frase irrepetible. Se sintió ultrajada. Una niña sin infancia. Los niños vienen al mundo sin decir nada. Al principio siguen en el vientre, pero apoyados por fuera. Luego, los arrancan. De materno, el lenguaje pasa a ser paterno. Y allí comenzaban los problemas.

Ella era como una niña anciana.

Decidió no responder a la espantosa severidad de la frase.

Dijo: “basta”, en perfecto castellano.

La mujer se dio cuenta: ¿quién puede no percibir un abismo?


La mujer la abrazó. También estaba cansada. 

3 comentarios:

  1. Intenso.
    Y ni hace falta llegar a vieja ni la terceridad del idioma para sentir este hartazgo de lo que casi siempre salva: la palabra.
    Gracias, muchas, como siempre.
    Cariños

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  2. .. CARLOS, me apasiona, leerte..
    Besos.


    Lau

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  3. Gracias, Gabriela, como si fuera una sola palabra. Lo que salva y destruye: el lenguaje como respiración.

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