Eran las siete de la tarde. Elena y sus padres se sentaban en unas sillas de madera y paja, callados, paralelos, mirando hasta donde la vista es capaz de llegar, quizá hacia la deriva del día en su paulatina conversión en noche. En ese instante todo sucedía como si nada sucediera. En verdad, todo sucedía como cayéndose, pero sin vértigo. Caía la tarde, caían los brazos, caía la vigilia, caían las palabras.
Y sin embargo.
Llegaban en grupos, de a poco, como una tropa de viento y de destreza, trazando una huella amarilla en el cielo que ya no era azul ni todavía negro. Se agrupaban como niños. O como racimos de flores. Eran cientos, miles. Los pájaros llegaban a la casa por su comida. Llamaban con su ordenada templanza a Elena, la convocaban a través de una melodía suave y multitudinaria. Eran miles, miles de aves que todos los días, a las siete de la tarde, se apoyaban sobre los cables tendidos de la electricidad que bordeaban la parte anterior del patio.
Un pentagrama de alas.
Elena caminaba con lentitud hasta un pequeño cuarto donde preparaba sin prisas el balde de aluminio con el alimento. Cuando ella se acercaba había siempre una desbandada. Cuando se alejaba todos los pájaros volvían a su sitio de canto y hambre. La adoración y el respeto eran mutuos.
Elena esparcía sobre el suelo las semillas de negrillo. Parecía que regaba la tierra. Era el momento en que los tres entraban a la casa para preparar su cena: una bolsa de papas, siempre una bolsa de papas.
Elena permanecía un instante cerca de una ventana para mirar el descenso de los pájaros hacia la comida. Abría los ojos como quien abre la boca, atónita, y así se quedaba unos segundos, sin parpadear, sin distracciones, anonadada. Se conmovía con esa nube de plumas, con ese torbellino de gorjeos.
La huída de los pájaros era inmediata. Si no fuera porque regresarían cada día a la misma hora esa partida era trágica. Como cuando una presencia se vuelve ausencia, aunque resulte imposible. Parecía no haber ocurrido. Nunca. Como si la belleza no fuese más que el movimiento fugaz de una imagen siempre inasible.
Elena vivía el resto de sus días extrañando a los pájaros amarillos. Y los soñaba con tanta ternura que, pensaba, había sido capaz de hacerlos regresar al día siguiente, a la misma hora.
Las siete de la tarde.