viernes, 27 de septiembre de 2013

"Elena a las siete de la tarde".






Eran las siete de la tarde. Elena y sus padres se sentaban en unas sillas de madera y paja, callados, paralelos, mirando hasta donde la vista es capaz de llegar, quizá hacia la deriva del día en su paulatina conversión en noche. En ese instante todo sucedía como si nada sucediera. En verdad, todo sucedía como cayéndose, pero sin vértigo. Caía la tarde, caían los brazos, caía la vigilia, caían las palabras. 

Y sin embargo. 

Llegaban en grupos, de a poco, como una tropa de viento y de destreza, trazando una huella amarilla en el cielo que ya no era azul ni todavía  negro. Se agrupaban como niños. O como racimos de flores. Eran cientos, miles. Los pájaros llegaban a la casa por su comida. Llamaban con su ordenada templanza a Elena, la convocaban a través de una melodía suave y multitudinaria. Eran miles, miles de aves que todos los días, a las siete de la tarde, se apoyaban sobre los cables tendidos de la electricidad que bordeaban la parte anterior del patio. 

Un pentagrama de alas.

Elena caminaba con lentitud hasta un pequeño cuarto donde preparaba sin prisas el balde de aluminio con el alimento. Cuando ella se acercaba había siempre una desbandada. Cuando se alejaba todos los pájaros volvían a su sitio de canto y hambre. La adoración y el respeto eran mutuos. 

Elena esparcía sobre el suelo las semillas de negrillo. Parecía que regaba la tierra. Era el momento en que los tres entraban a la casa para preparar su cena: una bolsa de papas, siempre una bolsa de papas. 

Elena permanecía un instante cerca de una ventana para mirar el descenso de los pájaros hacia la comida. Abría los ojos como quien abre la boca, atónita, y así se quedaba unos segundos, sin parpadear, sin distracciones, anonadada. Se conmovía con esa nube de plumas, con ese torbellino de gorjeos. 

La huída de los pájaros era inmediata. Si no fuera porque regresarían cada día a la misma hora esa partida era trágica. Como cuando una presencia se vuelve ausencia, aunque resulte imposible. Parecía no haber ocurrido. Nunca. Como si la belleza no fuese más que el movimiento fugaz de una imagen siempre inasible.  

Elena vivía el resto de sus días extrañando a los pájaros amarillos. Y los soñaba con tanta ternura que, pensaba, había sido capaz de hacerlos regresar al día siguiente, a la misma hora. 

Las siete de la tarde.    

martes, 24 de septiembre de 2013

"Épocas".


(Fotografía: Gustavo Peralta). 


Ese martes escuché un hombre cuya voz me atrajo la atención - no podía verlo bien, estaba de espalda, parecía joven, con cabellos recién blancos y un acento que mezclaba, sin esfuerzos, el francés y el castellano-. Era una voz grave, que se sobreponía a las demás voces, incluso las de las mesas más alejadas, pero no de una sonoridad alta, aparatosa, soberbia, sino más bien convincente, una voz que gesticulaba, matizaba, acariciaba. 

Estaba sentado junto a otro hombre y a una mujer, quizá de su misma edad, quizá su mujer y un amigo de la infancia. Sobre la mesa había un par de libros –no estaba seguro, parecía algo referido al mito del individuo y otro al Che Guevara- y conversaban sobre la época, sobre esta época. 

Me quedaba claro que, con diferencias, todos estaban indignados por algo: que la ruina de la política, que los niños obesos, que la servidumbre ante las tecnologías, que los individuos-nadie, que las personas-nada, que la física inservible, que ya está todo arrasado, que si es posible reaccionar o no cabe otra cosa que volvernos reaccionarios.         

Agudicé mis oídos. La voz del hombre me fascinaba. Su modulación ascendía y descendía, se asomaba y callaba, comenzaba cada frase con un sí, justo cuando otro la terminaba. Como si sus palabras se encendieran sobre las otras, y la conversación no tuviera autoría, sino fuego. Recordé a Clarice Lispector: todo en el mundo comenzó con sí.   

Quien yo suponía era un amigo contaba que se sentía humillado por algo. Remarcaba esa palabra, la acentuaba, la sufría. 

- Es una época humillante- concluyó. 

- Es una época humillante y perezosa- completó la mujer, con una tonalidad aún más tierna y más francesa. 

- Grosera- dijo el hombre de la voz templada- Es una época grosera. 

Yo anotaba. En una línea de mi cuaderno escribí: humillante, perezosa, grosera. Como si me dictaran.  

Humillante, pensé. Sí. Y fui detrás de ese pensamiento. Lo más adentro que pude. Como si necesitara quitarme de mi modorra y dejar esa idea circulando por la punta de su lengua. Humillante, sí.   

Y pensé, desatadamente. 

Por las calles de la ciudad sólo transitan horrendos monosílabos. Parece que siempre llueve, con esas gotas que empujan hacia el piso. Los paseantes no pasean, deambulan, y se saludan como si fuera el último instante de sus vidas.   ¿Por qué la humillación de arriba abajo y de abajo hacia todas partes? ¿Qué hemos hecho, de qué se nos acusa para que la humillación sea la respuesta frecuente? Que no somos lo que deberíamos ser, aunque lo que deberíamos ser nunca está claro: siempre es otra cosa que la que creíamos. Hay un equívoco tan doloroso, pensaba: ser tan dóciles, tan quietos, a lo que se nos dice sobre lo que deberíamos ser y luego ser tan torpes, tan callados, cuando se nos quita el tapete, el lenguaje, el mundo. Nos hacen sentir como los primeros y únicos culpables. Los humilladores nunca se sienten responsables por nada ni por nadie. “Yo no tengo nada que ver con eso”. La pretensión del ser ahora confundida con la falsificación del poseer. Una vida que sólo va de compras. Si todo se midiese así: ¿cómo apreciar la calle en declive, sin nada a la vista? ¿Cómo medir una arena que nunca es la misma? ¿Qué boca abrir ante un río naciente en bosques abiertos? ¿Cómo escuchar la música que sólo se toca una vez? ¿Cómo percibir esa lágrima inadvertida? Luego nos hablan en un idioma incomprensible: el sé tu mismo, que uno mismo es la solución de uno mismo, que el hay que reconvertirse, reinventarse: haz de cambiar tu vida. Y la peor humillación es que aceptamos esas palabras con rostros cada vez menos rostros, cada vez más funestos, cada vez más aciagos. 

Pensé, por ejemplo, en la esquina de mi casa: allí, de pie, con frío, con hambre, todos juntos, los miserables del barrio. Era cuestión de hacer un par de metros y que ya no se veían. Curiosa ciencia la de creer que lo que no se ve, lo que no quiere verse, no es, ni existe. Y pensé en ese anciano ciego e indigente que todas las tardes vocifera su tragedia a los cuatro vientos y pide piedad y monedas. La mayor parte de la gente que pasa cierra sus ojos para no verlo. Todas las personas que hacen que no ven acaban por chocarse unas con otras, más temprano o más tarde. También pensé en esa mujer a la que cierto día escuché gritar: “No llames a esto destino” –no se lo decía a nadie, o quizá a dios, o a la luna-, esa anciana encorvada sobre el costado ya inclinado de la cenicienta plaza.

Pensé, entonces, en la implacable mutilación de las palabras, en su desmoronamiento con el paso del tiempo: ya no hablamos de pordioseros, de aquellos que en nombre de dios, de lo alto, de lo sagrado, de lo que está por encima de nosotros, piden monedas. Ahora son mendigos, miserables que están casi por debajo de la tierra. Incluso la compasión se ha vuelto inhóspita. 
  
Pensé en todas las veces que me sentí humillado. En cada vez que humillé a alguien. 

Humillante y perezosa, también. Una época perezosa, sí, porque nos hace creer que todo está al alcance de la mano. De una mano que se ha separado de su cuerpo. Lo pereza revestida o travestida por lo breve; la brevedad como guiño, como si nunca hubiera hecho falta más; la brevedad como la parquedad, como si ya fuera imposible extenderse entre la niebla. Detrás de todas las invenciones de esta época, había una profunda incitación a la pereza.  

¿Y grosera? Sentía que era la palabra más justa de todas, pero aún no me aclaraba. ¿Será grosera por esa relación de turbiedad con el pasado, ese modo de anegar los tiempos anteriores, la despiadada forma de aniquilar todo lo previo? ¿O será por la torpeza infinita con que se habla del futuro, como si allí estuviera todo lo deseado, todo lo perdido, todo lo recién hallado? 

Pensé que me tocaba vivir la obscenidad de lo nuevo y el descuartizamiento sangriento del pasado. Una metáfora trágica: los objetos que ya no existen, los libros que ya no se leen, la música que ya no se escucha, el gesto que no se realiza, la palabra que no es ni promesa ni condena, las tiendas que cierran sus puertas para dar paso al progreso, al progreso estrafalario. Me acordé cuando clausuraron, en un abrir y cerrar de ojos, uno de los bares de mi juventud, el de la calle Florida. Sentí cómo el progreso carcomía el tiempo, vende sus antigüedades y cierra los bares. Cerrarse un bar es un mal presagio, porque como la muerte, toda cerrazón es epidémica. Pero no era un bar lo que se estaba cerrando; es alguien, en nombre de algo, el que lo cerraba. Pensé en el progreso y me di cuenta que no se trataba de una flecha que apunta hacia delante sino hacia mi propio cuerpo. Una flecha envenenada que me mataba lentamente. El progreso no es una buena compañía, porque en su nombre se cerraron y se sellan muchos labios, pueblos enteros, la memoria, el aire que sembramos y el cielo que nos mira. El cartel decía: “cerrado por reformas”. Todo progreso necesita de reformas, de maquillajes, de sepulcros. El progreso no admite anterioridad. Pensé dónde reclamar, entonces, la devolución de los secretos, de las confidencias, de las conversaciones. Grosera es la palabra para esta época grosera.   

Al pasar por mi lado, le dije gracias al hombre. Me pareció que el hombre me respondía. Que me decía, tal vez: no hay nada que agradecer. Que tenga usted buenos días. 

lunes, 23 de septiembre de 2013

"Yo tomo notas".





(Fotografía: Iván Castiblanco Ramirez). 


Yo escucho. Yo tomo notas.

Sentado en la mesa habitual del bar de siempre, entre las once y las doce de cada  mañana, pido primero un café doble y luego, con el paso aquietado del tiempo, voy agregando una suma indefinida de cafés pequeños, eso sí, bien espesos. Soy tan conocido aquí que, descontando los saludos de ocasión, ya nadie conversa conmigo ni yo converso con nadie. 

Dejar de conversar es uno de los tantos desenlaces probables del conocimiento entre las personas. No hablarse, no tener nada para decirse. Como si conocerse fuera ya saberlo todo, sin saber nada, un implícito sin matices ni relieves, la declaración de un abandono, el final de las preguntas, el declinar de las intrigas, el suicidio de la curiosidad y de la compasión por otras vidas. 

No puedo dejar de recordar que cierta noche en este mismo lugar, durante la guerra civil española, republicanos y franquistas se tomaron a golpe de puños en una gresca que arrasó con todas las sillas y buena  parte de las mesas. Entre los que estaban presentes en aquella batahola: Federico García Lorca. 

Yo tomo notas de conversaciones ajenas. 

Abro mi cuaderno de tapas de hule negro –tengo decenas de ellos guardados entre libros en los estantes- e inicio el ritual de escuchar hacia los lados. Mi hábito proviene de una razón muy sencilla: estoy cansado de mí, de mis palabras, de mis explicaciones, de mis justificaciones,  y éste es el momento para reposar, callándome por dentro y por fuera. 

Soy un cazador pacífico de palabras de desconocidos. Cierro los ojos y mis oídos son capaces de descartar lo que es apenas gracioso, frases de cortesía, automatismos amorosos, meras discusiones de negocio o de dinero, reuniones de trabajo, y me concentro en mi debilidad: las conversaciones de los ancianos, las confesiones casi secretas, los diálogos desiguales, la revelación extrema del amor y del dolor, los gestos de desamparo, las sorpresas, lo que está a punto de ser palabra y las primeras palabras siguientes. 

Soy discreto, no secuestro intimidades ajenas. Lo que busco es, en verdad, lo que no tengo, lo que no puedo, lo que no soy: palabras renacidas, palabras frescas, modos de ver el mundo de los que ya no me siento capaz.  

No es un gesto impúdico, sino una ilusión de complicidad con el universo. Como si escuchando pudiese anudar los sonidos desperdigados de la lengua, como si quisiera armonizar ese hablar desordenado y simultáneo y darle una propiedad musical, una suerte de pentagrama. 

Más que la irritación, la decepción o lo ominoso de lo dicho, quiero dar lugar a la ternura, esa ternura que va desapareciendo poco a poco de la tierra, esa ternura que se diluye por la rapidez de los encuentros, la inmediatez de los deseos y la pérdida irremediable de la infancia. La ternura que volví a reconocer a través de Antonio. 

Escucho no para saber, sino para olvidar lo abominable. Escucho no para entender, sino para perder de vista lo execrable. 

Escucho, porque necesito recibir las verdades que otros desconocidos pudieran darme. 

Escucho ahora, por ejemplo, cómo una señora le explica a otra su desazón con el cuñado. Que solo le importa el dinero, que no se preocupa por su hija, que nadie iría a su futuro entierro. 

O cómo un hombre mayor, de traje oscuro, revela a un amigo los secretos más sigilosos en la trama del gobierno. Que los conoce a todos, que aquél había sido su empleado, que al otro él mismo lo había recomendado, que nadie le daba las gracias. Que se merecía una jubilación de privilegio. 

O cómo una madre le dice a su hijo pequeño que se quedara sentado, que no moleste, que no grite, que dejara por un momento de comportarse como un niño.   

O cómo una muchacha recibe una propuesta de amor. Y cómo la rechaza. Que quería, primero, conocer el mundo. A otros hombres. Y que, además, debía irse ya mismo de allí porque si no, no llegaba a horario para el concierto. 

O cómo es improbable que lloviera, por más que sus plantas y sus flores así lo quisieran. O que no es cuestión de perder la dignidad, pero sí la paciencia.  O que se lo hubiera dicho si no fuera porque hace tiempo la había perdido de vista. 

De lo único de lo que me jacto es de encontrar ternura en cada frase.  

Yo escucho. Y así me callo. Y así no juzgo. 

Yo deseo el dictado del mundo.